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Tribuna:PLAZA MENOR - LAS MERCEDARIAS
Tribuna
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De monjitas y litronas

Ya no hay esclavos para rescatar de las garras infieles. Lo de canjear cautivos por frailes se le ocurrió a San Pedro Nolasco allá por el año del Señor de 1218, dando lugar de ese sacrificado modo a la fundación de la Orden Mercedaria de varones. Las monjas vendrían después en clausura y por su convento se llamó a este enclave sevillano Plaza de las Mercedarias, muy cerca de la Puerta de la Carne apenas a 300 metros de la Avenida Menéndez Pelayo.Queda un convento con cinco hermanas, y adosada, una escuela. A la hora del recreo un montón de niños uniformados y subvencionados, practican la nueva esclavitud del fútbol. De ella pretenden ser liberadoras las hermanas. "Ya no tenemos cautivos, pero existen otros medios de dar libertad a la gente", dice una monjita de las de libro: gafas, bajita, hábito blanco y con un deje peligroso en la mirada. Una sor de armas tomar que cuando se le pregunta por la movida litronera de la noche delante del cole y convento dice que lo llevan fatal e invita a salir a la calle Conde de Ibarra para leer las pintadas vecinales en contra del escándalo producido por los otros esclavos: los de la cartera vacía y el alcohol barato.

Quién va a las pintadas con el recuerdo de los alfileres que tiene por ojos la hermana la imagina, sin querer, con un mono blanco inmaculado, su toca y sandalias, saliendo de la clausura acompañada de otras. En los zurrones de burda pero limpia estameña llevan los sprays de pintura con los que después de maitines, subidas unas en los hombros de las otras -son todas pequeñitas- pintarán las paredes: "no más pipís", "estamos hartitas de bullicio"... Luego, cuando se recogen, los diablos gamberros ponen: "cochinos cerdos meones" y les echarán las culpas a las pobres señoras que fueron de clausura hasta principios de los años 60.

"No lo digo por La Carbonería", señala al frente la hermana que sirve de cicerone. Uno se queda perplejo: justo donde apunta hay otro convento, el de las monjas Salesas. El dedo acusador sigue apuntando a los muros de ladrillo visto, altos y arqueados, con portón y espadaña, cruz y campana. ¿Habrá una guerra de órdenes?, ¿serán las Salesas más altas, gordas o ricas? No. La hermanita apunta a la plaza en general donde los jóvenes celebran sus orgías de litronas, calimochos y otras hierbas.

-Ya de paso, lo de la Cruz.

Efectivamente, una cruz de forja se ve tronchada sobre la columna del crucero.

Dando vuelta a la pequeña escuela, en el mismo conjunto urbanístico se topa con uno de esos edificios rescatados por la Junta a cambio de unos pocos denarios: es el Palacio de los Condes de Ibarra. "El miércoles 3 de marzo de 1617, nació en esta casa el Venerable Señor Don Miguel de Mañara Vicentelo de Isla, fundador insigne del Hospicio y Hospital de la Santa Caridad. El que abandonó esta suntuosa casa para vivir en la de sus Amos y Señores los Pobres... murió el martes 9 de mayo del Año del Señor 1679", pone en una gran placa de mármol a la derecha de la palaciega puerta que se atraviesa con paso resuelto no sin antes reflexionar acerca de este personaje considerado como aquel en quién se inspiraron tantos autores llamándole Don Juan. Hombre de vida disoluta, rico y venturero enviudó a poco de sentar cabeza. Dedicóse entonces a los menesterosos en uno de esos arrepentimientos tan españoles y tan del siglo XVII. Mañara aparece inmortalizado con chambergo, capa y espada llevando un hombre en brazos en el patio del vivero que está a las orillas del Guadalquivir: el jardín del primer Hospital de la Caridad. ¿Por qué se iría tan lejos?. Eso no se lo pueden preguntar al vigilante jurado que cual Cerbero guarda el paso hacia el patio ni a una señora funcionaria firme, amable y casi tan robusta como el citado guardia, ambos dependientes de la Dirección General de Bienes Culturales, como reza en una plaquita junto al mismo portón.

Nuestro vigilante vigila, es su deber, los pasos un poco intrigado. Natural; él está aburrido de ver todos los días lo mismo, al preguntar por el Palacio dice que solo sabe el asunto de Don Miguel y que la restauración es cosa de hace "tela de tiempo". Ya en la calle aquel que quiera solicitar más información tendrá que dirigirse a unos señores que, brocha en ristre, transforman en cochera lo que fue una librería de viejo, de antiguo, mejor dicho. Cara de marciano verde fosforescente ven los operarios ante la solicitud de otros datos. Ellos nos mandan otra vez a la casa de Don Miguel y siguen con Lopera y el Sevilla. A sus cosas.

Quién no tenga prisa puede esperar. Será recompensado: entrando por Céspedes, ó la calle Verde ó Levíes, verá como una serie de flamencas japonesa -moño redondo, falda negra larga con vuelo, chales, zapatos de tacón, ceñidas camisas o mallas-, entran en uno de los más célebres locales de Sevilla: La Carbonería. Si tiene valor y tiempo, pase dentro. Verá a una gitana madura y sabia hacer bailar a las japonesas con precisión milimétrica, micrométrica. Esa gitana interrumpe la clase para increpar a un carpintero polaco de barbas patriarcales que da martillazos muy concentrado él. ¡Carpintero, al compás!, dice. Debe estar muy acostumbrado el hombre porque no dice ni pío, suelta el martillo, coge la puerta y desaparece del inmenso almacén que seguramente proveyó de cisco a los Condes para atufar sus salones.

Y viene la noche. Multitud de auténticos güiris, algunos flamencos de verdad e intelectuales más o menos serios aparcan sus vehículos junto a los de los chicos de la movida que tanto desesperaba a las Mercedarias e incluso al gran Paco Lira, pertinaz izquierdoso fundador de La Cuadra, mecenas sin dinero, filántropo hasta cuando fue casi indigente. En una noche, no hace mucho, como esa, tuvo lugar un duelo romántico a la luz de un farol: dos contra uno. Duelo de amor y honor en el que uno pudo más; mató y malhirió a sus rivales. Cuando se recuerda esto parecen sonar cascos de jaca corredora y pasan fantasmas con capa larga, espada y sombrero emplumado. Las hermanitas enfundadas en trajes de faena impolutos preparan los sprays.

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