_
_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Mitades

Resulta llamativa la división en dos mitades que la obra cultural de la Caja San Fernando ha llevado a cabo con la reciente exposición de Nazario en Sevilla. Hablamos, recordémoslo, de uno de los principales representantes de la cultura pop española, curtido en los míticos setenta en revistas del diverso cuño, portadista de El Víbora, responsable de diseños lisérgicos, autor de carátulas de discos, buscador de un extraño matrimonio entre el realismo cañí y la pornografía chusca, entre el visionario que otorgan los estupefacientes y la reconstrucción histórica, detallista hasta la pedantería, tal y como figura en las viñetas miniadas de su Salomé. Quizá pocos sepan que este nombre obligatorio de la nueva historieta española, antes de pasearse por el lado salvaje y acabar retratando la Plaza Real de Barcelona, nació y vivió en Sevilla y que optó por el exilio como única solución a un ostracismo estético que le impedía desarrollar lo más particular de su iconoclasta versión del dibujo. En la memoria de todos los amantes del cómic, underground o no, está la figura de Anarcoma, travestido mítico que también pulula por alguna de las ilustraciones exhibidas hasta hace una semana en Sevilla; en la serie de Anarcoma supo Nazario resumir todas las preocupaciones, todos los desafíos, todo el humor negro y la mala leche que su lápiz le exigía para retratar el mundillo de la movida barcelonesa y sus freaks, sublimados en el protagonismo de un tosco andrógino que se niega a desprenderse de sus genitales masculinos. Quienes acudimos al reclamo de su exposición sabíamos cuál sería el menú: vergas desproporcionadas, traseros peludos, chupas de cuero con medias de seda, efebos distorsionados por los efectos estragadores de las madrugadas en vela. Pero también hallamos, con sorpresa y agradecimiento, a otro Nazario.Resultaba llamativa la división: excepciones hechas, parecía que todo el Nazario basurero, consagrado por las revistas de la caspa, había sido recluido en la calle Imagen, en una sede convenientemente moderna a la que sólo llegaban jubilados descarriados. Me divirtió mucho comprobar cómo las parejas de educados abuelitos viajaban de falo en falo con la letra O dibujada en los labios, fascinados y repelidos por tanta carne colorada. En el centro, en Chicarreros, en otro edificio de mayor abolengo, se alojó a un Nazario que muchos no conocíamos, y con el que se quiso disculpar todas las barbaridades de su primera época. Acuarelas intachables decoraban las paredes, bodegones de una severidad holandesa que los abuelitos podían mirar con tranquilidad, señalándose mutuamente las filigranas de las ensaladeras. Sentí que los motivos que habían impulsado al artista a largarse 30 años atrás de este yermo aún estaban vigentes: por qué dos mitades, por qué la necesaria compensación de la pintura de sobremesa para unas ilustraciones soeces que pueden atragantar el café y las pastitas. Era cierto que Nazario en Sevilla constituía un triunfo, pero por qué esta sordina, esta letra pequeña en el contrato, esta mirada de reojo y complicidad a la gente que se calza corbatas y sólo alude a sus partes pudendas en la intimidad de los ascensores. El Nazario acuarelista me gustó mucho; sus galeristas, nada.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_