La amenaza del neonazismo en Europa
Ignacio Sotelo es catedrático excedente de Sociología.
El racismo, el mayor peligro del siglo XXI
El 9 de noviembre, fecha que condensa el trágico siglo XX alemán, más de 200.000 personas se manifiestan en la puerta de Brandeburgo en contra del racismo y a favor de una sociedad tolerante que respete los derechos humanos. El terrorismo racista en España y el racismo violento en Alemania hacen el milagro de que en países libres -otra cosa ocurre en los totalitarios, maestros en organizar grandes manifestaciones- las multitudes acudan a concentraciones que no dejan de tener un cierto regusto oficial. Al día siguiente, el Gobierno decide pedir al Tribunal Constitucional que prohíba el NPD, el partido, entre los de ultraderecha, que más se identifica con el nazismo. No es el momento de discutir si la mejor manera de actuar en democracia es con prohibiciones, ni sobre todo si éstas son eficaces para el objetivo que se persigue. Lo que importa subrayar es la enorme importancia que el Gobierno alemán otorga a esta cuestión, pese a que la violencia racista siga siendo, por más que en los últimos años haya aumentado, un fenómeno bastante marginal. Los alemanes no son ni más ni menos racistas que el resto de los europeos, con la diferencia a su favor de que el pasado nazi ha servido de vacuna a una buena parte. Y, sin embargo, pienso que el Gobierno hace muy bien en tomar medidas drásticas para eliminar de raíz la mayor amenaza que se divisa en el siglo que estamos a punto de comenzar: el racismo.Dos consideraciones para apoyar la tesis de la amenaza racista que pende sobre nuestras cabezas. En primer lugar, el racismo es un invento europeo, directamente ligado a la expansión colonial. Nos apoderamos de territorios que no nos pertenecían, legitimando el robo en nuestra "superioridad" religiosa, cultural y, por fin, biológica. De modo que los subyugados deberían estarnos muy agradecidos por la civilización que les transmitimos. Mientras tuvimos colonias operaron fuera de nuestro continente los prejuicios y comportamientos racistas, la discriminación y todos los demás crímenes del racismo que hoy nos horripilan. En casa, sin extraños, nos enorgullecemos de ser pueblos libres que avanzaban hacia la democracia.
Han cambiado las tornas. No mandamos ya la población sobrante -al revés, nos falta gente- a las colonias que hemos perdido. Ahora son los pueblos que colonizamos los que invaden nuestras ciudades. Cierto que hemos creado un mundo tan bien comunicado en el que, no sólo podemos movernos con suma facilidad de un lugar a otro, sino que todo se sabe de todos hasta en el punto más alejado; pero los emigrantes acuden a nuestros países, dejémonos de hipocresías, en último término, porque somos nosotros los que los llamamos: saben que siempre habrá un trabajo mal pagado para ellos. Ha acabado por hacerse público un secreto que se mantenía bien guardado por miedo a la reacción de los pueblos: la economía europea necesita para sobrevivir de una emigración masiva. Los primeros decenios del nuevo siglo serán los de las grandes migraciones.
Combinamos así una apetencia creciente de mano de obra emigrante con tasas relativamente altas de paro. Los nacionales prefieren vivir de los subsidios de desempleo y demás ayudas sociales a hacer trabajos imprescindibles, pero mal pagados, al no exigir una cualificación especial. Con lo que la emigración cumple una doble función: de un lado, lleva a cabo trabajos que no quieren hacer los nacionales; de otro, contribuye decisivamente al desmontaje de la protección social. El resultado es que en nuestro continente estamos poniendo en pie la sociedad que inventamos para las colonias, una sociedad dual -"república de españoles y república de indios"- con todos sus males conocidos, el peor, un racismo que, por sutil y oculto que todavía permanezca, no deja de ser menos discriminatorio. Una sociedad escindida entre los "blancos", que son los nacionales instruidos y con trabajos bien remunerados, y los "negros", gentes de otras tierras y otras culturas que realizan a bajo precio los trabajos que nadie quiere. El comprensible temor que invade a los gobiernos es que este racismo subterráneo llegue a saltar a la superficie. La situación se hace explosiva cuando los nacionales que no han sido capaces de integrarse entre los "blancos" vayan perdiendo gran parte de las ventajas sociales a las que están acostumbrados, y antes que formar parte de los "negros" decidan recurrir a la violencia. Porque lo que es seguro es que no faltará el demagogo incendiario que con argumentos racistas los incite a la rebelión.
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