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Hora de concretar

Sólo uno de cada cuatro votantes de CiU considera insuficiente la vía autonomista para Cataluña; sólo uno de cada cinco votantes de CiU se siente únicamente catalán; cuatro de cada diez votantes nacionalistas se siente tan o más español que catalán. Estos son algunos de los titulares que La Vanguardia publicaba el pasado viernes para presentar su barómetro político de Cataluña. Dos conclusiones al menos se derivan de ese barómetro: primera, una gran mayoría de ciudadanos catalanes no se siente incómoda al percibirse con más de una identidad nacional; segunda, tres de cada cuatro ciudadanos catalanes no sienten como cuestión prioritaria la reforma del Estatuto ni de la Constitución.Si, por el contrario, se analizan los discursos políticos que nos llegan desde Cataluña, la relación se invierte. Sólo un partido, el PP, aboga por lo que Josep Piqué define como "desarrollo consecuente del Estatuto de autonomía". Pero, por lo demás, el lema de CiU como del PSC es la relectura de la Constitución. Lo escribe Pere Esteve cuando propone su interpretación en clave plurinacional, y lo repite con insistencia Pasqual Maragall cuando habla del "urgent desplegament federal de la Constitució". Ciertamente, el horizonte hacia el que se encamina cada relectura es diferente: plurinacionalidad, en Esteve; federalismo, en Maragall. Pero ambos están de acuerdo en una cosa: hay que releer la Constitución; hay que poner manos a la obra de una relectura no prejuiciada de su contenido.

No tiene ningún sentido sacralizar la Constitución, nos dicen los políticos catalanes; en realidad, no tiene sentido sacralizar nada; ni siquiera la nación, que es el único bien de propiedad pública que ha resistido hasta la fecha todos los procesos de desacralización: todo el campo semántico que rodea a la voz nación rebosa connotaciones sagradas. Mejor será hablar un lenguaje desencantado, que diría Weber, por ver si es posible entenderse: ¿en nombre de qué se exige con tanta urgencia la famosa relectura de la Constitución? En nombre de Cataluña como nación, respondería Esteve; en nombre de Cataluña, asegura Maragall. Son relecturas distintas, encaminadas a objetivos dispares, y difícilmente compatibles, pero con una nota común: ambas se formulan en nombre de una entidad capaz de expresarse con una sola voz, Cataluña.

Ah, pero Cataluña ¿qué es si no lo que sean sus ciudadanos? Y aquí surge precisamente el punto de la discordia. Las naciones no son nunca lo que son sino lo que quieren ser y ese querer ser no es un dato sino una meta. Los políticos nacionalistas se sitúan respecto a la ciudadanía en una posición muy similar a la que ocupaba la vanguardia revolucionaria en su relación con la clase obrera: su primer trabajo consiste en convencer al conjunto de los ciudadanos de que forman efectivamente una nación, con una sola conciencia, una identidad, una voz. Como eso nunca es así, además de achuchar cada día un poco por ver si los más retrasados alcanzan el nivel que permita dar el salto cualitativo, se recurre mientras tanto a metáforas y circunloquios, por no asustar a los más tímidos o por no alienar a quienes la identidad nacional les trae al pairo.

Relectura, desplegament federal, plurinacionalismo: podríamos seguir hablando durante años en lenguaje figurado, con todo lujo de metáforas. Pero, tal como están las cosas, cuando se trata de la Constitución y de los estatutos, más vale hablar con la voz que tenga cada uno e ir directamente al grano. Los partidos que reclaman una relectura de la Constitución tienen la obligación de aclarar qué quieren reformar, para qué cosa y con qué detalle. Si no están dispuestos a concretar, más valdría que guardaran un rato de silencio o hablaran de otras cosas. Al fin y al cabo, como se puso de manifiesto en el feliz verano que disfrutó San Sebastián durante el año de la mal llamada tregua, a la mayor parte de los ciudadanos no les quita el sueño la cuestión nacional. Tampoco en Cataluña.

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