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Tribuna
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Siete millones

Da miedo mirar esas casas. Una está en el número 12 de la calle de Caravaca y otra en Infantas, 32; la tercera ya no es de Madrid, sino de Barcelona, está en Nou de la Rambla, 48; y la última, está en Azuqueca de Henares, Guadalajara, en la calle de Mondéjar, 33. Son las casas en las que vivían los etarras detenidos estos días, han sido fotografiadas y filmadas por los periodistas y los reporteros, sus habitantes se han transformado, de pronto, en personas con una historia que contar y, después de todo eso, me imagino que, a partir de ahora, esos bloques de vecinos ya no serán sólo las casas de siempre, sino también algo más: sitios lúgubres, indescifrables, sospechosos, guaridas del mal, oscuros refugios.Debe de ser como cuando visitas la casa de un escritor admirado, pero justo al revés; sospecho que para quien entre en esos lugares todo cobrará, de repente, una dimensión extraña y tenebrosa -cosas simples y habituales como una olla, un destornillador, un poco de cinta aislante, unos tornillos- y que a algunos objetos les pasará lo que después de la guerra civil le ocurrió a algunas palabras que se llenaron de sentidos nuevos, casi siempre macabros: paseo, tapias, cuneta, rojo...

Pero, por desgracia, en nuestra ciudad y en nuestro país hay muchas más casas parecidas a ésas. Hay muchas más casas del horror que, vistas por fuera, parecen inofensivas, exactas a las demás y, por lo tanto, destinadas a esconder o ponerle muros a las mismas cosas que las demás.

No es así.

En España hay, por lo menos, siete millones de casas que no son como la de cualquiera, que son una puerta al infierno. A un infierno distinto, pero igual de abrasador que el otro, igual de terrible. No sé si alguien dijo alguna vez que hay muchas clases de felicidad, pero sólo un tipo de dolor, un tipo de miedo. Si no lo escribió nadie, debería haberlo hecho.

Me refiero a los siete millones de casas en las que viven esos siete millones o, para ser más exactos, los seis millones, ochocientas sesenta y cuatro mil mujeres que, según un estudio hecho recientemente, son víctimas de los malos tratos.

Casi siete millones de abofeteadas, violadas, insultadas, apuñaladas o quemadas vivas. Casi el cuarenta por ciento de las mujeres de nuestro país. ¿De qué país estamos hablando? ¿De ese al que al que Jaime Gil de Biedma tuvo que llamar, en uno de sus poemas, "un intratable pueblo de cabreros"?

Uno va por la ciudad y mira las casas. Cristales brillantes y balcones con flores de temporada. Y uno sabe que esas casas no son lo que parecen. ¿Y sus dueños o inquilinos? La mayor parte de ellos también parecen personas normales. Tipos con un trabajo frecuente, con unos modales tan buenos o malos como los de tantos, con la ropa que lleva todo el mundo.

La gente no los conoce, no imagina quiénes son, igual que ocurre con los activistas detenidos: parecían tan majos, tan normales, dicen quienes vivían en la escalera de enfrente o en la puerta contigua. Te saludaban al cruzarse contigo, compraban en la tienda de abajo, uno de ellos me ayudó a subir unas bolsas...

Los otros, los que van demoliendo poco a poco a sus mujeres, también producirán una gran sorpresa cuando las maten. Quién lo hubiera pensado. Las mujeres, entre golpe y golpe, les ponen denuncias que los jueces y la policía tiran a la basura.

Antena 3 Televisión emitió el otro día la grabación de una paliza hecha por un servicio de asistencia social.

Era estremecedor oírlo, oír los gritos de dolor, los puñetazos, las cosas que se caían. ¿Está ya el verdugo de esa mujer en la cárcel? ¿Por qué otra mujer le ha puesto más de treinta denuncias a su marido, sin obtener ningún resultado?

Cuesta creerlo.

Pero eso es lo que dicen, que en España hay siete millones de cárceles clandestinas, subterráneas.

Esto debe acabarse.

Alguien debe parar esta vergüenza.

Tenemos que hacer algo.

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