Hablar versátil
La ingenuidad alcanza su cima (culmina, dicho con lenguaje periodístico correcto) en algunas personas que achacan a la Academia falta de energía por no ejercer el poder que le atribuyen (?) para aventar del idioma usos perversos; mutatis mutandis -pero cambiando mucho- sería como atribuir al decálogo la existencia del pecado. Hace medio siglo, el comediógrafo de moda era Adolfo Torrado: pocos lo recordamos ya, pero en una obra sacaba a un académico, docto y facundo, que se proponía introducir lógica en el diccionario. ¿Por qué, se preguntaba, el bombín es cosa de mayor tamaño que el bombón?; hay que permutar ambos nombres. La misma falta de racionalidad afecta según él a polvorín y polvorón, a botín y botón... Dejaba sin pareja al cojín, por la censura tal vez, pero quizá, por fanfarronería.A ese estereotipo académico obedecen dos cartas que me han escrito sendos ciudadanos invitando a la protesta de que se llame tertulianos a los participantes en tertulias, y no contertulios. A primera vista, parece que esto es lo debido: los formantes con- y co- entran en numerosos vocablos con el significado de 'que se comparte algo o se participa en unión de otros': convecinos, concelebrantes, compañeros (que comen del mismo pan), comensales, coautores y cien más. Pero la historia del idioma no les da la razón: lo primero fue tertulio, empleado desde el siglo XVII, y es el término conservado aún por "Clarín" y Galdós: tertuliano se documenta el siglo pasado, y no sigue contertulio hasta los umbrales del actual. Se inventaron otros nombres: como tertuliante, que empleó con asiduidad, por ejemplo, Carmen Martín Gaite. Nada hay, pues, que objetar a la sinonimia entre tales vocablos.
Sí debe ponerse el grito en la tierra, ya que al cielo importa poco, ante la gansa denominación cargos electos que los políticos y sus tornavoces mediáticos repiten hasta el hartazgo: por ejemplo, tal secretario general dirige un fervorín a los cargos electos de su partido, que asisten píamente a escucharlo. Pero ocurre que fueron elegidos hace tiempo y han dejado de ser electos. Ya usaban vocablo tan culto nuestros antepasados medievales, y lo acogió, como era natural, Covarrubias en 1611, definiendo como electo a aquel que ha sido "nombrado para alguna dignidad, como obispo electo, en tanto que el Papa confirma la elección y la consagra". El Diccionario de Autoridades, a principios del XVIII, puntualizaba con mayor precisión que era el "nombrado o escogido para alguna dignidad"; añadía, pues, esa nota esencial de escogido. Más tarde, en 1914, la Academia cambió de participio, prefirió elegido conforme a la etimología, y añadió: "mientras no toma posesión". Así lo ha dejado con evidente razón hasta hoy. Enlaza de ese modo con el obispo de Covarrubias, aportando esa precisión, a la que ahora propinan el pase del desprecio quienes torean con el idioma. Porque resulta evidente que, una vez instalado en su cargo, el electo ha dejado de serlo: ahora es concejal, diputado, senador o lo que sea, a secas; esos señores son cargos públicos.
Por supuesto, electo es puro latín, esa lengua que persiguen inmisericordes quienes planifican la ignorancia y la reparten con equidad. Así, consiguen que se produzcan saludables empujones de risa -y ya recaemos en el pozo insondable del radiofonismo deportivo-, como el dado a la audiencia por un relator al afirmar, lo juro, que "Xavi es el alma mater y también el alma pater del Barsa". Aunque tiene su lógica; si sólo fuera lo primero, se limitaría a ser madre nutricia. Pero no hay maternidad sin padre. Y si se afirma que el brillante muchacho es ambas cosas a la vez, se le tilda de hermafrodita: un horror.
Otra voz de origen latino, versátil, "de genio o carácter voluble e inconstante" en la lengua madre -ésa sí era madre-, se ha remozado en la nuestra con una útil acepción, de origen inglés por supuesto, que ha penetrado también en francés, italiano o portugués: la de que es versátil la persona de variadas aptitudes, y, a veces, la cosa que sirve para empleos diversos. Habrá que alojar tal significado en el diccionario, sin olvidar la antigua. Porque no sólo la propiedad sino la oportunidad dan salud al lenguaje: en plenas dubitaciones del jugador Luis Figo sobre si el Barcelona o el Madrid aseguraría mejor el caviar de sus tataranietos, un diario, queriendo decir que el notable futbolista podía jugar con solvencia en puestos diversos, lo calificaba de versátil. El periódico, por supuesto, no era catalán: ese adjetivo, en el Nou Camp hace dos semanas, hubiera parecido de lactantes; allí, Figo fue algo mucho peor que tornadizo para los miles de culés, sin duda desinteresados en sus propios contratos, que no lo juzgan inmigrante -lo es, aunque de yate- sujeto al vaivén del mercado, sino descendiente directo del tambor del Bruch.
Ese juego ha creado en fecha reciente otro nombre con el formante -ismo; es formidable la capacidad genesíaca de tal sufijo: hace un mes, anunciamos a los hispanohablantes el nacimiento del vocablo resistencialismo; hoy proclamamos, con tenebrosa alegría, la parida de otro: resultadismo. Aparece oportunamente para designar la doctrina de una de las dos escuelas existentes en torno a tal deporte. Una sostiene que el juego ha de ser alborozado, exultante, con los jugadores triangulando y hasta exagonando a la perfección, disfrutando con el curre, como ellos dicen, mientras trotan con el fin de procurar a los espectadores sumo deleite del ojo: para esta escuela, importa jugar bien. La otra, fundada en el práctico exordio de "a lo que estemos, tuerta", se deja de zarandajas estéticas, de vaselinas, túneles, caracoleos y otros fililís de bota, para buscar y lograr el gol con ceguera: es el resultadismo; bendito sea.
El neonato tiene aplicación inmediata a infinitos aspectos del vivir que se estaban desarrollando sin nombre. Así, brinda sustento filosófico a los audiovisuales, incluida TVE, que, en vez de espejo donde se miraran el ver y el hablar, son muchas veces esperpento visual y audible del Callejón del Gato (¡pobre Álvarez Gato!). Tal ocurre a menudo cuando transmiten partidos; por las antenas se ha dicho que a determinado jugador "le confían misiones de menor responsabilidad, dada su avanzada edad". Si edad avanzada se define por el diccionario como "ancianidad, último período de la vida del hombre", deben de ser extremadamente curiosas las evoluciones de un artrósico o de un tosegoso, quién sabe si de un alzheimer, con el balón.
Fernando Lázaro Carreter es miembro de la Real Academia Española.
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