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Tribuna:LA OFENSIVA TERRORISTA
Tribuna
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Morir con escolta

Lo teníamos aprendido al menos desde que el almirante Luis Carrero Blanco fue asesinado cuando era presidente del Gobierno, junto con el inspector Juan Antonio Bueno Fernández y el conductor José Luis Pérez Mojena, en la calle de Claudio Coello el 20 de diciembre de 1973: se puede morir con escolta. Con escolta intentaron asesinar también al teniente general Joaquín Valenzuela, jefe del Cuarto Militar del Rey, el 7 de mayo de 1981 en Conde de Peñalver, causando la muerte del suboficial Antonio Nogueira, del teniente coronel Antonio Tebar y del cabo conductor Manuel Rodríguez. También iba escoltado José María Aznar cuando atentaron contra él siendo jefe de la oposición el 19 de abril de 1995.Junto a su escolta, el ertzaina Jorge Díez, fue asesinado con otro explosivo Fernando Buesa, portavoz del grupo del Partido Socialista de Euskadi en el Parlamento Vasco, el 22 de febrero pasado en un parque de Vitoria. Lo mismo ha sucedido ayer por la mañana en el atentado al magistrado de la Sala Quinta del Tribunal Supremo, general togado en la reserva, José Francisco Querol Lombardero, que ha muerto junto con su escolta, el policía nacional Jesús Escudero, y su conductor, Armando Medina, y ha dejado una estela de heridos alguno de extrema gravedad. Sabemos, pues, que la protección de las personalidades tiene algún efecto disuasivo para los pistoleros a los que se les han asignado como objetivos pero es inservible cuando los terroristas recurren a explosivos de superficie. Es precisa una defensa avanzada para detectar el seguimiento previo a que se somete a los elegidos como víctimas. Un manual de autoprotección y de cómo colaborar con la policía debería ser distribuido y adoptarse como asignatura recomendada para terminar antes y mejor con estos crímenes. Porque estamos ante actos criminales que un día encumbraron o que pronto encumbrarán a sus autores como jefes por hacerse responsables de ellos.

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Pero el primer punto de la cartilla del buen etarra insiste de manera obsesiva en la necesidad de economizar riesgos propios. Por eso, para no quedar expuestos a la natural reacción de los escoltas, para garantizarse la retirada, en los atentados reseñados y en todos los demás dirigidos contra gentes con protección los asesinos optaron por la fórmula del coche bomba. El mando a distancia es un recurso probado, limpio, aséptico, sin riesgo, para activar explosivos de superficie dirigidos contra una mera cantidad o una víctima que, situada a distancia, ahorra el cara a cara, evita que el inminente asesinado mire a su asesino o le interpele en forma alguna. Quedan así descartadas penosas secuelas psicológicas que el caso del encuentro personal podrían sobrevenirle al mafioso armado. Y si la onda expansiva alcanzara también como en principio resulta inevitable al personal adyacente o a los transeúntes a pie o motorizados tampoco debe preocuparse porque enseguida vendrán los analistas a explicar aquello de la socialización del sufrimiento. Como escribe Karl Kraus, el poder de apretar el botón de la muerte les roba su capacidad de imaginar a qué sabe la muerte y precisamente por eso lo pulsan con tanto más arrojo.

Entre tanto la reclamación que hacía ayer en estas páginas Santos Juliá para distinguir las voces de los ecos que nos llegan del País Vasco sigue pendiente. Cuánto más avanzaríamos, cuánto mejor sería el entendimiento si, por ejemplo, lo que ha dicho Josu Jon Imaz, el portavoz del Gobierno de Vitoria, tras el atentado de ayer en Madrid, lo repitiera en esos mismos términos Joseba Egibar su homólogo en el PNV o el propio Xabier Arzalluz para mayor autoridad. Parafraseando a Américo Castro en su libro vuelto a editar (Sobre el nombre y el quién de los españoles. Taurus. Madrid 2000) conviene repasar los errores e incluso las bajas artes de los sumidos en el mito del vasco telúrico porque revelan que de la ignorancia de su ser vasco derivan monstruosas consecuencias. Añade don Américo, en una nota sin fecha de 1972 publicada en ese mismo volumen, que sólo en zonas humanas próximas aún a la vida animal, por ejemplo entre antropófagos, aún saboreadores de carne humana, se mantienen sin mutación las formas de vivir más primitivas. Añade que frente a ese determinismo inerte el proceso del vivir humano ha consistido en desprenderse de las garras de la ciega naturaleza, incapaz de elegir entre éste y el otro curso. De ahí que un astro no pueda suicidarse. Humanizarse, insiste, es desnaturalizarse.

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