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Una historia de amor en Nueva York

A los extranjeros que visitan Nueva York les asombra ver que la ciudad ha enloquecido con la Serie del metro, la primera final del campeonato de béisbol que se juega en Nueva York, entre dos equipos de la ciudad, desde 1956. El béisbol simboliza el bienestar de Nueva York, sus recuerdos históricos. Lo bueno que tiene es que lo puede jugar cualquier chico con una pelota, un bate y un par de amigos. No tiene el arte de las corridas de toros, la elegancia del tenis, el brío de las carreras de caballos, la dureza del fútbol americano ni la belleza de la vela, pero es el más democrático de los deportes. Todo el mundo, de todas las condiciones sociales, se identifica con él.El béisbol comenzó a principios del siglo XX en la parte rural del Estado de Nueva York, llegó rápidamente a la ciudad y pasó a ser una de las principales formas de americanización para los hijos de inmigrantes. En los años cuarenta, el héroe de los Dodgers de Brooklyn, Jackie Robinson, fue el primer deportista negro que logró romper la barrera del color. Y no ha habido jamás ningún jugador de fútbol americano que se convirtiera en una leyenda del deporte de la categoría de Joe DiMaggio, la estrella de los Yankees, que era hijo de inmigrantes italianos (y que además se casó con Marilyn Monroe).

Durante los días de gloria de Nueva York, el béisbol floreció en la ciudad. Teníamos dos ligas distintas y tres equipos, los Dodgers de Brooklyn, los Yankees y los Giants. En las raras ocasiones en las que (como en la final de este año) dos equipos de Nueva York ganaban sus respectivas ligas, disfrutábamos de una serie del metro, ya que la fase final entre los dos campeones podía celebrarse en dos de los tres estadios de la ciudad: Ebbet's Field (Dodgers), en Brooklyn; Yankee Stadium, en el Bronx; y Old Polo Grounds (Giants), en Harlem.

A mitad de los cincuenta, Nueva York era un lugar descuidado y deteriorado. La ciudad era tan pobre que perdimos dos de nuestros equipos de béisbol - se fueron a la costa oeste- y, para colmo de humillaciones, derribaron los estadios históricos. Empresas y fábricas dejaron la ciudad para buscar mejores oportunidades en otras zonas del país. La mayor parte de la clase media se había ido a vivir a las afueras, o al nuevo Sur industrial, o a una costa oeste en expansión. En esa época era posible comprar por una nadería los grandes pisos que ahora valen millones de dólares; y, aun así, nadie los quería. ¿Quién quedaba en Manhattan? Artistas, gente de teatro, los que solían llamarse bohemios, algún grupo de estudiantes, unos cuantos profesores, casi todos en la Universidad de Columbia, los más pobres y un islote interior de gente verdaderamente rica.

En 1986, Nueva York empezó de nuevo un lento ascenso, esta vez como ciudad internacional, y los equipos de béisbol volvieron a agruparse. Ese otoño ganaron el campeonato los Mets (que eran, por así decir, los sustitutos de los Dodgers), pero el presidente Reagan, que prácticamente no tenía ningún contacto con Nueva York y que consideraba a la ciudad un lastre político, ni siquiera se molestó en enviar el típico telegrama de felicitación. Por fin, al cabo de un tiempo, hubo el dinero suficiente para recuperar al rey de los equipos, los New York Yankees.

Los Yankees ganaron cuatro finales consecutivas en sus años dorados, 1936-1939; en otro gran periodo para Manhattan, 1949-1953, vencieron cinco veces seguidas. Ahora, en este periodo de prosperidad para Nueva York, han obtenido hasta ahora tres campeonatos consecutivos, 1998-2000. Para los neoyorquinos, sean del equipo que sean -Mets o Yankees-, ha sido una victoria para la ciudad, la justicia poética que nos ha compensado por haber tenido que renunciar a nuestros equipos debido a la falta de dinero durante tantos años.

A principios de los setenta, yo salía con el periodista deportivo Roger Kahn, autor del famoso libro The Boys of Summer, sobre los Dodgers de Brooklyn. Un mes de agosto, fuimos a Wellfleet, un balneario de Cape Cod en el que se reunían mis amigos intelectuales todos los veranos. En cuanto vieron a Roger, los hombres se olvidaron inmediatamente de Harvard, Yale y demás cuestiones serias, me apartaron a un lado -prácticamente me arrojaron al estanque de Wellfleet- y atosigaron a Roger a preguntas sobre los grandes del béisbol. Yo me quedé observándoles: estaban eufóricos porque se sentían niños de nuevo. Lo más conmovedor es que, en esa época, no quedaban glorias del béisbol en el nordeste de Estados Unidos.

En el desfile triunfal del vencedor de las finales del campeonato, este mes de octubre, lo importante no son, en realidad, ni los Mets ni los Yankees. Lo importante es que ésta es una ciudad que vivió tiempos difíciles y fue capaz de superarlos. Lo importante son los recuerdos.

Mi nieto, de siete años, ha hecho un álbum de recortes sobre la Serie del Metro. Me escucha contar historias de cuando jugaba al béisbol en Central Park con mi padre y mi hermano mayor, cuando me obligaban a participar porque les faltaba un jugador. También le cuento que mi padre nos sacaba a mi hermano y a mí del colegio para ver los partidos de la final. Mientras hablo veo los puestos de perritos calientes. Veo a los hombres reunidos a media tarde en las esquinas de Manhattan, siguiendo el partido por la radio. De pronto, Aaron resume la situación: "Nosotros somos una familia de los Mets". Y vivimos en una ciudad de béisbol.

Barbara Probst Solomon es escritora.

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