Justicia y verdad para la inmigración
Por desgracia, el debate sobre la Ley de Extranjería se vuelve cada vez más incomprensible. El Gobierno, tranquilizado por su victoria en las últimas elecciones, cree haber recibido un cheque en blanco de la opinión pública para endurecer la política relativa a la inmigración. Es un grave error. La inmigración no es un problema político. Es un fenómeno social, como el crecimiento demográfico, el aumento de los matrimonios o de los divorcios o la distribución territorial de la población, que obedecen a tendencias de gran peso. La inmigración afecta a la evolución profunda de la comunidad receptora, la mutación de su estructura antropológica y el enriquecimiento de su identidad. La función de los poderes públicos no debe ser jugar con los fantasmas y los miedos que surgen inevitablemente de estas mutaciones sino explicar la situación a la población, hacer que se respeten los derechos y deberes de los recién llegados y aprovechar para ampliar el campo de acción del Estado de derecho.La confusión actual demuestra claramente que esta vía no es la que prevalece. El Gobierno tergiversa y sus argumentos para justificar un control drástico de los flujos migratorios se hacen eco de forma peligrosa de las explicaciones primarias utilizadas habitualmente por fuerzas retrógradas en Europa. Teme el efecto de llamada de una ley justa, como si la justicia fuera una cuestión de oportunidad; fustiga a la inmigración clandestina, ocultando el papel de los empresarios clandestinos, principales responsables de la trata de esta inmigración; establece un paralelo entre el número de parados en España y la presencia de inmigrantes, como si existiera una relación de causa y efecto. Todo esto es especialmente inquietante y recuerda cruelmente los errores en los que han incurrido otros gobiernos de Europa en los últimos 20 años.
En realidad, la opción es muy sencilla: o el Gobierno convierte la inmigración en un tema de enfrentamiento político o se orienta hacia una gestión democrática y consensuada de esta cuestión. La primera vía tiene unas consecuencias ineludibles: el no reconocimiento de los derechos provoca de forma inevitable la lucha por esos derechos, y, por tanto, conflictos inútiles, ya que todo el mundo sabe que un día u otro se tendrán que reconocer esos derechos. Mientras tanto, los inmigrantes se convertirán en chivos expiatorios; servirán, muy a su pesar, para desviar la atención de la opinión pública de los verdaderos problemas sociales y políticos, serán objeto del odio, sufrirán la xenofobia, el racismo y pagarán caro la degradación de la vida cotidiana que resultará de todo ello.
La segunda vía es la única razonable. Pero, ¿cuál es hoy la situación?
El PSOE renunció a presentar un contraproyecto de ley y ha realizado fundamentalmente dos concesiones a la propuesta del Gobierno. Admite que no sea obligatorio la concesión de visados a no ser en el marco de la reunificación familiar y del trabajo por cuenta ajena. Acepta que el contingente anual de trabajadores inmigrados sea fijado por el Gobierno en función de las necesidades de mano de obra y no de forma sistemática. Son dos concesiones inteligentes, producto de un modo de obrar realista.
Sin embargo, siguen existiendo importantes divergencias. Por ejemplo: el reconocimiento de los derechos fundamentales de todos los inmigrantes, estén en situación regular o no (en especial, el derecho a la educación de los inmigrantes en situación irregular), la creación de un fondo nacional para la integración social de los inmigrantes, así como la necesidad de garantizar un abogado y ayuda jurídica a las personas que sean objeto de una expulsión. El PSOE tiene razón sobre estas cuestiones, porque la mayoría de los países europeos reconocen estos derechos fundamentales. A España le interesa ir en esa dirección.
Las demás divergencias que subsisten conciernen a la regularización de los 50.000 inmigrantes excluidos del último proceso y la reducción de cinco a dos años de la duración mínima de estancia para la obtención de un permiso de residencia. Son unas reivindicaciones coyunturales: deben ser apreciadas en función de la situación real y concreta de la inmigración en España y, muy especialmente, de la necesidad de luchar contra el empleo clandestino. Sobre este tema, la oposición también defiende una posición realista.
Por último, los partidos nacionalistas, como CiU, han realizado propuestas para que las autonomías, en concertación con el Estado, tengan competencias para conceder permisos de trabajo. Pero, en el marco actual de la Constitución del Estado español, es una petición difícilmente concebible que, además, corre el riesgo de plantear problemas a la hora de respetar los acuerdos de Schengen.
Sea como fuere, estas divergencias no son decisivas: pueden ser resueltas de forma consensuada. España, que atraviesa una fase histórica de profunda democratización, debe aprovechar para poner en marcha una política de inmigración estable y generosa. Esta política debe tener tres dimensiones.
En primer lugar, es necesaria una estrategia audaz de integración de los inmigrantes legalmente establecidos. Para ello hay que reconocer de forma clara el derecho a la residencia permanente transcurrido un determinado periodo de tiempo, el derecho a la educación, a la Seguridad Social, a la libertad de expresión y de organización, al derecho a votar en las elecciones municipales...
A continuación, es necesaria una política de control de las fronteras que sea clara y comprensible para todos. El Gobierno no tiene ningún interés en utilizar sobre este tema un discurso de matamoros: esto, por lo general, se vuelve en contra suya, ya que no puede poner a un policía, 24 horas al día, en cada porción de territorio. Como firmante de los acuerdos de Schengen, España no puede abrir sus fronteras. Por otro lado, en un contexto todavía marcado por el paro y una dura competitividad en el mercado de trabajo, tampoco es deseable incrementar la anarquía al liberar totalmente la oferta laboral. Ésta sólo puede beneficiar a los empresarios en busca de salarios bajos. Conocemos las consecuencias de esta situación: debilitación de la solidaridad de los trabajadores, dificultades de convivencia, confinamiento de los extranjeros en guetos, incremento, para los partidos políticos y los sindicatos, de las dificultades de legitimación de su acción de solidaridad. Sería especialmente nefasto, por parte de los movimientos de apoyo a las justas reivindicaciones de los inmigrantes, subestimar los efectos devastadores de estas consecuencias para la integración y la solidaridad más elementales. No olvidemos que, por desgracia, en Francia son las
capas más populares, en una situación de fuerte competitividad por el empleo, quienes más carnaza han dado a la retórica de la extrema derecha racista y antisocial. En realidad, hay que orientarse al mismo tiempo hacia una política de contratos de mano de obra con los países de origen, de conocimiento serio de las necesidades de empleo de España y de capacidad de integración de los recién llegados. Una estructura ad hoc debería proporcionar estas informaciones a las autoridades públicas.
Por último, es necesario convertir la inmigración en un vector de solidaridad con los países pobres. La ayuda al desarrollo tiende hoy a reducirse por doquier. Cuando existe, o bien es dilapidada por las élites de los países beneficiarios o bien invertida en sectores que no inciden en el desarrollo. Los meritorios esfuerzos de las ONG no logran hacer frente a la demanda de ayuda. Sin embargo, la inmigración, mediante la transferencia de fondos, el apoyo a las familias que se han quedado en los países de origen y las inversiones realizadas constituye una poderosa fuente de ayuda al desarrollo. Los poderes públicos del país de acogida deben favorecer esta actitud. Deben poner en marcha mecanismos que aseguren una gestión del ahorro de los inmigrantes que sea beneficiosa para el país de origen, ayudar al establecimiento de microproyectos de reinserción cuando los emigrantes se planteen regresar a su país, impulsar inversiones ligeras en las infraestructuras locales, etc. Por su parte, los gobiernos de los países de origen deben garantizar las inversiones de los emigrados, ofrecer una verdadera seguridad para las transferencias, etc. Se trata, en una palabra, de establecer un contrato para los nuevos flujos migratorios y convertir la inmigración en el corazón de toda política de cooperación digna de este nombre.
El delegado del Gobierno para la Inmigración, Enrique Fernández Miranda, presentóhace unos días el Plan Greco (Programa Global de Regulación y Coordinación de la Extranjería y la Inmigración en España), que parece inscribirse en esa lógica de establecer acuerdos con la idea de poner en marcha políticas de desarrollo conjunto. Tenemos que darle nuestro apoyo, con la esperanza de ver funcionar estas políticas de forma concreta.
La gran mayoría de los inmigrantes se convertirán en ciudadanos españoles; hablarán la lengua oficial de España y la lengua de la Comunidad de acogida. Tanto mejor. Y aportarán también su carácter propio, haciendo de la España democrática un lugar de mestizaje humano y cultural, donde los racismos de toda clase deberán ser desterrados. En realidad, el Gobierno español está obligado a elegir entre cerrar los ojos ante el riesgo de que se extienda el funesto modelo que prevalece en El Ejido o respetar el reconocimiento de los derechos de los trabajadores inmigrados. Será por esto por lo que será juzgado.
Sami Nair es profesor invitado de la Universidad Carlos III de Madrid y eurodiputado. Su último libro publicado es El peaje de la vida, escrito en colaboración con Juan Goytisolo.
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