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El legado JOAN B. CULLA I CLARÀ

Si hay un rasgo que, desde hace ya más de 20 años, singulariza y vertebra el panorama político catalán, éste es la existencia de Convergència i Unió. Entendámonos: la existencia de esa masa de electores que, con un núcleo duro de más de 700.000 votos y una corona fluctuante que puede llegar a sumar otros 600.000, ha mostrado su querencia hacia las propuestas, los discursos y las candidaturas de CiU a lo largo de una docena y media de convocatorias electorales sucesivas. ¿Cuál ha sido el banderín de enganche de esa hueste? Desde luego, no una sigla centenaria como las del PSOE o del PNV, sino una fórmula nueva, ideada entre 1974 y 1978 con mínimos aportes de solera histórica. ¿Y cuáles sus atractivos, sus instrumentos de seducción? Un extraño cóctel de nacionalismo sentimental y realpolitik, de modernidad económica y tradicionalismo cultural y moral, todo ello aliñado con los encantos que siempre dimanan del ejercicio de algún poder y envuelto en una muy sólida imagen de catalanidad genuina, de ser la opción de casa. Si, desde el punto de vista jurídico, CiU es una coalición estable entre dos partidos distintos, en la práctica ha funcionado hasta hace poco más bien como un movimiento magmático, de límites difusos, unificado por la adhesión al fortísimo liderazgo, al protagonismo fundamental de Jordi Pujol.Bien sea a causa de la usura del tiempo, de los errores propios y los aciertos ajenos, de la inexorable retirada de quien es aún su mejor activo y la subsiguiente dificultad del recambio, o de todos estos factores sumados, lo cierto es que en el último año ha ido cobrando fuerza la convicción de que el fenómeno CiU, tal como lo hemos conocido durante dos décadas, camina hacia su fin o, en todo caso, hacia una metamorfosis profunda. No se trata, claro está, de un diagnóstico científico, sino de un pronóstico y, para muchos, de un deseo largamente acariciado. Pero la hipótesis de que, después de Pujol, el patrimonio socioelectoral de Convergència i Unió va a quedar desbloqueado, desamortizado, y los afanes de unos por preservarlo y de otros por hincarle el diente dominan por completo la política catalana; la de hoy y mucho me temo que la de lo que resta de legislatura.

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Así, por ejemplo, el juego del Partido Popular consiste en aplicarse un ligero maquillaje catalanista al tiempo que procura intimidar a la cúpula convergente a cuenta de los males que le acarrearía acentuar el énfasis nacionalista y pactar seriamente con Esquerra. Si, a pesar de tales advertencias, CiU cayese en la tentación del soberanismo y de la reforma del Estatut, el PP confía en que su catalanismo hipocalórico y desnatado será capaz de atraer a muchos ex pujolistas asustadizos. Si, por el contrario, la coalición hoy gobernante persevera por la senda de la tibieza y la moderación, los populares también calculan sacar de ello jugosas rentas: ya sin Pujol, ¿qué resultaría más atractivo para esos codiciados electores de la centralidad, el catalanismo moderado de sus sucesores o el "catalanismo no reivindicativo" del ministro Piqué, con todo el Gobierno español detrás?

Pasqual Maragall, por su parte, tiene sobre el predio pujolista ambiciones más modestas. Seguramente porque quedó, hace ahora un año justo, a tan corta distancia de la victoria, parece convencido de que el inexorable declive de CiU se la servirá en bandeja la próxima vez, sin más requisito que el de estar ahí. Por supuesto, el líder socialista no renuncia a atraer votos descontentos con la derechización convergente, pero se diría que, hoy por hoy, le interesa más neutralizar los recelos del electorado nacionalista que seducirlo. A ello obedecen, creo, los recientes gestos parlamentarios del PSC-Ciutadans pel Canvi en favor de una eventual reforma estatutaria y al lado de Esquerra Republicana. Ésta, a su vez, se ha dejado y se dejará querer, procurará cotizarse al alza como avalista del maragallismo cuando se hable de profundizar en el autogobierno, pero sabe que sus caladeros electorales no se hallan en esos mares, sino en las aguas territoriales de Convergència i Unió y que, según como la coalición pueda y sepa administrarlas, ERC llenará allí sus redes mucho, poco o nada.

Mientras los rivales acechan desde fuera, intramuros del pujolismo se busca también -con indisimulada urgencia y cierto desorden- la manera de preservar el legado de estos cuatro lustros de hegemonía, y se van perfilando ya fórmulas distintas para resolver la difícil ecuación. Josep Antoni Duran Lleida, que sabe bien que no es Pujol, trata de parecerse a Miquel Roca en cuanto al pragmatismo, a la profesionalidad, a la capacidad para deslumbrar al empresariado, con el añadido de cierta sensibilidad social en la línea de la compassion de Tony Blair. Artur Mas, que todavía no sabe que Pujol es irrepetible, trata de imitar al maestro con un discurso tous azimuts, guiñando un ojo a la Declaración de Barcelona, otro al grupo Catalanisme i Progrés, un tercero a la JNC y un cuarto a los timoratos ambientes patronales.

Cuando faltan dos semanas para el congreso de Convergència y dos meses para el de Unió, los responsables de ambas formaciones deberían estar atentos ante el riesgo de que un debate pirotécnico sobre catalanismo, nacionalismo, soberanismo, personalismo y otros ismos les conduzca a todos al marxismo; me refiero, claro está, a aquella doctrina que se desprende de la situación en el camarote de los hermanos Marx.

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