Diestros y zurdos
Buena parte del actual desconcierto ideológico se debe a que la derecha utiliza un lenguaje progresista y la izquierda habla en clave conservadora. La derecha se presenta -muchas veces, con razón- como la abogada de la innovación, impulsora de la modernización o defendiendo las posiciones más avanzadas, mientras que la izquierda se preocupa por cosas tan poco revolucionarias como la seguridad, la cohesión o el mantenimiento del Estado de bienestar. La derecha, que tradicionalmente ha legitimado los hechos sociales como realidades inmodificables, piensa ahora en una sociedad más abierta a las posibilidades, más flexible y configurable; la izquierda, que ha venido pensando en términos revolucionarios, se daría por satisfecha ahora con conservar lo que hay. Los papeles se han invertido: la derecha se ha hecho utópica y la izquierda, realista.Esta situación parece aconsejar una nueva formulación de la diferencia entre derecha e izquierda, si es que uno quiere obtener alguna orientación para no perderse en el cambiante escenario de la política, especialmente equívoco desde que desaparecieron algunas de las referencias -cómodas al fin y al cabo- que ordenaban el mundo hasta el final de la guerra fría.
El dilema que se plantea actualmente consiste, dicho de manera concisa, en cómo continuar la modernización. Términos como desarrollo, crecimiento, aceleración, progreso y expansión, aluden a un proceso que algunos se limitan a celebrar y otros, a la vista de sus no pocas consecuencias negativas, desearían parar. La sociología más reciente ha acuñado la expresión "modernidad reflexiva" para indicar la posibilidad de impulsar el desarrollo en sus diversas formas -tecnológico, económico, social, etcétera- sin dejar de ponderar sus efectos negativos -sobre el medio ambiente o la integración social, por ejemplo- e introducir las correcciones correspondientes. Se trataría de desfatalizar los procesos sociales y entenderlos como posibilidades abiertas a la discusión. Con este esquema puede entenderse el nuevo reparto de papeles. La derecha estaría inclinada a subrayar el carácter inevitable de los procesos sociales y la izquierda tendería a hacer valer su dimensión configurable; la derecha preferiría la simplificación, la modernización sin más, mientras que la izquierda se inclinaría hacia la complejidad de una modernización reflexiva.
Una de las primeras cosas que esta diferenciación -en el caso de que sea certera- obliga a abandonar es la concepción lineal de la historia, el gran mito del progreso y del curso del tiempo que nos libera del lastre del pasado y nos conduce hacia un futuro emancipado. Los tiempos han cambiado tanto que ha cambiado incluso el tipo de cambio. Es inservible la idea del progreso si con ella se quiere indicar que el futuro será menos complejo, menos ambivalente que el pasado. Ya sólo la derecha puede creer el cuento del progreso que nos ha de traer necesariamente un futuro menos regulado, con menos limitaciones y más libertad de elección que el pasado. Lo que nos espera es, por el contrario, un desarrollo futuro radicalmente más complejo. El curso del tiempo sigue existiendo y se mueve hacia delante, por supuesto, pero ya no indica el camino desde la servidumbre hacia la libertad sino el de la complejidad hacia la mayor complejidad. Algo esencial ha cambiado en el modo como el tiempo discurre y las cuestiones políticas ya no se plantean en términos de modernización -es decir: quién llega antes o va más deprisa- sino quién lo hace mejor, más reflexivamente y articulando las tensiones que generan los procesos sociales.
El dilema tradicional de la izquierda ha sido optar entre la revolución o la reforma, lo que suponía la aceptación de un curso coherente y reconocible de los acontecimientos frente al que sólo se discutía de velocidades. Cuando, con motivo de la caída del muro de Berlín, comenzó a hablarse del "final de la historia", evidentemente nadie estaba afirmando el final de los acontecimientos históricos -lo que sería sencillamente irrisorio- sino el agotamiento de una interpretación de la historia como secuencia irreversible de procesos y épocas que se suceden sin dejar huella. Ya no vivimos en un tiempo que pueda ser simplificado por una revolución o por los intérpretes progresistas de la historia, como la vieja izquierda o la nueva derecha. Se podría decir que hemos abandonado esta linealidad y nos encontramos en una época de coexistencia de procesos, tensiones y movimientos que no son reducibles a un eje dominante que los integre o confiera sentido. El principal problema ante el que nos encontramos no es el de llevar a cabo la revolución o sustituirla por reformas parciales sino el de procurar la coexistencia de tipos completamente heterogéneos de hombres, culturas, tiempos e instituciones.
Así pues, la izquierda ha de tomar partido por la complejidad frente a simplificación, que es la gran tentación de la derecha, de lo que es buena muestra la simpleza pero también la popularidad de su discurso. Hasta hace poco, en la época de la modernización, la simplificación era la solución dominante. Era posible producir objetos (leyes, instituciones, industrias, comunicaciones, técnicas, mercados...) que no llevaban consigo consecuencias inesperadas y podían sustituir plenamente a otros objetos. Todo se basaba en la idea de que cuanta más ciencia y tecnología se aplicaran tanta menos discusión sería necesaria. Existía el mejor procedimiento, el óptimo económico, la solución más eficiente, medios para un fin determinado. Hoy nos movemos en un campo bien distinto. La variedad de consecuencias que provocan los medios que usamos modifica la definición de los fines. La ciencia y la técnica no suprimen las controversias sino que las agudizan. Ya no vale apelar a la evidencia de unos datos o principios científicos indiscutibles porque es eso mismo lo que se ha tornado problemático. Los indicadores económicos no hacen innecesaria la discusión acerca de qué consideramos una buena sociedad del mismo modo que tampoco el avance de la ciencia y la tecnología nos exime de establecer qué medio natural debemos conservar o cuáles son las condiciones no manipulables de nuestra corporalidad más allá de las cuales la vida se convierte en un artificio indigno.
En otros tiempos era la izquierda la que sostenía la existencia de unas leyes históricas o sociales; hoy es la derecha la que cree disponer de unas leyes científicas incuestionables y una disciplina económica que permite omitir los procedimientos democráticos. En este nuevo contexto la izquierda debería ser abogada de la discusión una vez que ha pasado el tiempo en que las ciencias podían ser utilizadas para simplificar los problemas sociales o eludir la política. La izquierda debería dificultar la vida a los simplificadores que presentan a las ciencias (especialmente, la economía) como suministradoras de datos indiscutibles y pretenden sustraerse así de las exigencias de una discusión pública.
La economía es una de las ciencias con mayor incidencia en la vida de los hombres y las sociedades. Pese a ello, la izquierda tradicional no reflexionó suficientemente acerca de la flexibilidad de los asuntos económicos y ha tenido una concepción de la ciencia económica aún más determinista que la derecha. Los críticos de la economía han aspirado a sustituir las doctrinas económicas dominantes por una economía verdaderamente científica. La crítica de la economía política tenía lugar por lo general en nombre de la ciencia y con la secreta aspiración de legitimar las decisiones económicas sorteando los procedimientos democráticos. Es indudable que esto lo hace mejor la derecha. Esa izquierda tradicional ha estado obsesionada con "la apropiación de los medios de producción", sin ser consciente de que existe una tarea mucho más relevante: organizar democráticamente el proceso de utilización óptima de los recursos económicos para el bienestar individual y social. Lo que hay que sustituir es el imperativo de calcular por el de discutir.
En el fondo, el capitalismo actúa de una manera muy ineficiente cuando se trata de ponderar efectos externos de la actividad económica; funciona como un reductor de complejidad que acostumbra a los hombres a pensar en términos simplistas y desentenderse de la riqueza de significaciones, implicaciones y consecuencias de su actividad. En el fondo, tiene una visión simplista del funcionamiento de la sociedad y del bien común. A la izquierda no le compete la tarea de combatirlo como un medio de producción sino de establecer el diálogo social de los intereses económicos con las dimensiones y los interlocutores que tienden a quedar fuera de consideración.
Estar a favor o en contra de la intervención estatal no es lo que distingue a la izquierda de la derecha porque, en el fondo, ya no es esa la cuestión. Los asuntos políticos ya no se dirimen con una fórmula simple, ni con planteamientos disyuntivos, como si hubiera que elegir entre el Estado o el mercado. El futuro será de quien conciba adecuadamente lo mixto, lo complejo y la articulación de lo heterogéneo.
Soy consciente de que esta propuesta de diferenciación entre la izquierda y la derecha no coincide con la caracterización dominante y que se trata, más bien, de la demarcación que a uno le gustaría. Tratándose de cuestiones políticas no es legítimo ocultar que las descripciones no son neutras y desinteresadas. Si alguien considera que ya no tiene sentido hablar de izquierdas y derechas, distingamos, si se quiere, entre zurdos y diestros, relativicemos o subrayemos la diferencia; siempre habrá quien se ponga de parte de una objetividad escasamente maleable y quien prefiera la complejidad que supone entender la realidad social como un entramado de posibilidades, escasas tal vez, pero suficientes para que la política sea una aventura casi tan difícil como conseguir que una orquesta suene aceptablemente bien.
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