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Chiquillo

Carmen Sevilla representa en el mundo de las folclóricas lo que Manuel Fraga en el de la política: el reciclado con éxito desde el antiguo régimen al actual. Salvando las distancias que los separan, ambos gozan de impunidad ante su público, y eso por muchas tonterías que digan. Bastó con que el gallego afirmase que es demócrata para que bastantes lo creyeran y bastó con que la andaluza repitiese a diario en un programa televisivo la exclamación "¡chiquillo...!" para que hasta las piedras le perdonaran toda una trayectoria profesional de españoladas.Por asociación de ideas, el término chiquillo me lleva a ocuparme del líder actual de esa risible cutrez que es el partido Unión Valenciana (UV). José María Chiquillo, que perdió su representación parlamentaria en la hecatombe de las últimas elecciones, está ahora tratando de impedir lo que parece irremediable: la desaparición pura y simple del grupo, fagocitado por la muy poderosa maquinaria del Partido Popular.

Al parecer los chuparruedas de UV, que a cambio de apoyar al minoritario Zaplana durante la pasada legislatura comían de gorra en los mejores restaurantes y creían ingenuamente que la dicha es eterna, andan hoy a pan y agua por falta de fondos desde que el grifo del dinero público se les cerró y Chiquillo acaba de poner en marcha un severo programa de austeridad, en el que contarán hasta las monedas de peseta con tal de llegar vivos hasta los próximos comicios. Mientras tanto, a principios de diciembre decidirán en un congreso si cambian los estatutos, el organigrama y hasta el nombre del partido, es decir, todo menos irse de una vez por todas a un sitio que la buena educación me impide mencionar.

Políticamente son vomitivos. La ausencia de ideología que los distinga en el territorio de la derecha es sólo una parte del problema con que se enfrentan a la hora de seducir electores. Chiquillo es la otra. No cabe duda de que posee más capacidad intelectual que el desatinado Vicente González Lizondo, fundador del partido, pero eso no basta. Pese a sus evidentes limitaciones, Lizondo gozaba de cualidades imprescindibles ante la parroquia de este tipo de nacionalismos baratos: era populista y sabía tocar la fibra de quienes se adoran el ombligo. Además, sus fantasmadas de nuevo rico sin complejos y aquellas escenas inolvidables -la ocurrencia de la naranja o el sonoro cuesco que se tiró con los micrófonos abiertos- al menos tenían un cierto humor de vodevil. Sin duda fue un peso pesado en tales lides y por eso defendió con cierta fortuna la valencianidad casposa y las faltas de ortografía también casposas (de Xavier Casp), que son la razón de existir de UV.

En cambio Chiquillo es un peso pluma y, con lo inhumano que está el patio, el futuro se le ha puesto aciago. Por si fuera poco, hay cosas en la vida que nunca ayudan, entre ellas la desgracia de un apellido incorrecto. ¿Cómo dejarse arrastrar por alguien que se llama de ese modo y que arenga a la tribu con voz de flautín?

Las tres sílabas de Chiquillo no evocan nada en el inconsciente del terruño. Por el contrario, en labios de Carmen Sevilla despiertan el recuerdo de aquella hermosa mujer que paseaba por la Alhambra junto a Luis Mariano en Violetas imperiales. Hay comparaciones que hieren.

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