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Los genomas de Gore y de Bush

Andrés Ortega

En American beauty y otras recientes películas norteamericanas queda reflejada una de las principales angustias de los estadounidenses actuales cuando pierden un buen empleo: no sólo encontrar otro, sino resolver la cuestión de quién les pagará el seguro médico privado. Pero la angustia no es sólo para los que trabajan. También para los jóvenes y jubilados. Éste es, junto a la mejora de la educación pública y las desgravaciones fiscales por los gastos en enseñanza superior, uno de los ejes de las campañas de George Bush y Al Gore, orientadas ambas a las clases medias, si bien con formas distintas de abordar los problemas en una época de bonanza económica, no exenta de nubarrones.La gran propuesta de Gore, socialmente mucho más avanzada que la de Bush, se refiere a la cobertura médica de los jubilados, y en particular a cómo sufragar sus gastos en medicamentos. El objetivo de su eventual mandato es que el Estado, Medicare, pague una mayor parte de los medicamentos de los jubilados, y en casos de tratamientos extraordinarios, que un jubilado no tenga que pagar de su bolsillo en medicamentos prescritos por facultativos más de 4.000 dólares al año. ¿Ha dicho Gore 4.000 dólares? Son, hoy por hoy, más de 750.000 pesetas, lo cual resultaría a todas luces excesivo, al menos visto desde Europa. Y, sin embargo, del otro lado del Atlántico, es un gran progreso, más aún cuando Gore se declara partidario de avanzar paso a paso hacia una cobertura sanitaria universal -no necesariamente pública-, que Bush rechaza de plano.

El modelo está lejos del generalmente imperante en Europa, mucho más centrado en la sanidad pública, aunque la privada haya avanzado a pasos agigantados en los últimos años. Sin embargo, el modelo europeo resulta mucho más barato -7% del PIB, frente a 14% en Estados Unidos debido a los mayores gastos de gestión y de seguros de responsabilidad de los médicos- para una cobertura mucho más amplia. En Estados Unidos, recordaba Gore, un 85% de los ciudadanos tiene una cobertura de un tipo u otro, pero 44 millones están a la intemperie sanitaria; 13 millones de jubilados no disponen de coberturas adecuadas, y uno de cada cuatro niños sin seguro necesita tratamiento médico pero no lo recibe. De no remediarse, la situación podría agravarse con lo que constituye un auténtico motivo de preocupación y debate en EE UU pues es estadísticamente real: la próxima llegada a la jubilación de 77 millones de babyboomers, nacidos entre 1946 y 1964, que trastoca todos los cálculos, incluida una Bolsa de la que se supone sacarán sus ahorros para gastarlos.

En el terreno de los seguros médicos privados, de la mano del progreso viene otro peligro. El Reino Unido se ha convertido en el primer país en autorizar a los seguros privados el acceso a los resultados de pruebas genéticas para establecer las pólizas, aumentando o reduciendo las primas de riesgo o incluso para rechazar la petición. Contra estos riesgos alertó el sociólogo francés Pierre Rosanvallon hace unos años en su libro La nueva cuestión social (1995), al considerar que, de consolidarse la discriminación genética, el predominio de lo innato y la "medicina predictiva" llevarían a invalidar la lógica aseguradora sobre la que reposa el Estado del bienestar. Y a estas complicaciones se añadiría la guerra larvada entre generaciones que se ha dejado entrever en la campaña presidencial estadounidense.

Estos son debates de política actual. Demuestran que ante los distintos retos hay varias respuestas posibles. Las recetas de Gore y Bush son bien diferentes. Ahora bien, llevada a sus últimas consecuencias la lógica que ha imperado en la legislación británica, las campañas electorales en un futuro no tan lejano empezarán por un análisis público y detallado del genoma de los candidatos.

aortega@elpais.es

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