La hora de la ciencia
El autor recuerda que la ciencia es más popular que nunca y propone afianzarla en España con medidas concretas.
Nunca como ahora ha disfrutado la ciencia de tanta atención pública. Las primeras páginas de periódicos y noticiarios desvelan cada día nuevos descubrimientos científicos que despiertan interés y controversia en la calle. Existe ya un consenso generalizado respecto al peso creciente de la investigación y la tecnología en la definición de nuestro futuro y la mejora de la vida diaria. Los poderes políticos y económicos, al igual que los ciudadanos, han asumido que un país moderno tiene escasas posibilidades de progresar si no desarrolla a fondo sus capacidades de innovación científica y tecnológica.Aunque los científicos españoles parecen todavía algo desconcertados frente a la inesperada popularidad de su labor y la repercusión de tal notoriedad sobre sus modos de trabajo, algunos confiamos en que ese súbito interés refleje, por fin, una genuina aceptación por la sociedad española de la investigación científica como una profesión homologada a otras de mayor tradición. Y ello, pese al riesgo que supone la presión pública para la obtención de resultados espectaculares y útiles a corto plazo, sobre una actividad que requiere ante todo curiosidad genuina por entender el mundo que nos rodea, al margen de los beneficios prácticos inmediatos que ese estudio reporte.
La discusión, pues, no se centra ya en si la investigación es necesaria para el desarrollo del país, sino en el modo más efectivo de potenciarla y controlar socialmente sus objetivos, límites y riesgos. Y así, en relación con los métodos para alcanzar estas metas, se producen polémicas entre los implicados respecto a la conveniencia de priorizar desde instancias oficiales determinadas líneas de investigación, sobre cuál debe ser la proporción entre investigación básica y orientada o cómo debe articularse la participación del sector privado en la financiación de la investigación. Sin embargo, parece existir casi total unanimidad en que el primer paso a dar es aumentar de modo significativo el número de investigadores activos de que dispone España.
Tal medida requiere, por supuesto y de modo preferente, dinero, pero también definir cómo y dónde deben integrarse los nuevos investigadores en la estructura científica del país, a fin de que tal incorporación se traduzca en una mejora real de la capacidad investigadora y tecnológica de éste. La pequeña industria española, con escasa dotación tecnológica y aproximaciones con frecuencia intuitivas a la solución de sus problemas, no parece tener todavía capacidad e interés por invertir seriamente y a largo plazo en investigación. Por ello, no es esperable que incorpore laboralmente a sus plantillas un número importante de científicos.
Es más realista concluir que en este momento debe ser el sector público el que proporcione una sólida infraestructura de investigación, que sirva de motor a la innovación y de apoyo a las empresas que carecen de instalaciones y personal propios. Y para eso, ha de comenzar por expandir de manera decidida las plantillas de personal científico a su cargo, deseablemente a través de contratos que garanticen un salario digno y una continuidad en el trabajo, pero que exijan al tiempo un rendimiento objetivable y eviten funcionarizaciones prematuras.
Sin embargo, la puesta en práctica de esta alternativa tropieza con la organización del sistema público de investigación en España. Las universidades, pieza clave en el mismo, carecen de mecanismos de coordinación y control de su actividad investigadora y la mayoría de ellas de un proyecto de desarrollo científico definido, entre otras razones porque reciben los fondos públicos de sus Gobiernos autonómicos, de acuerdo con el número de alumnos que acogen y no con su rendimiento investigador.
Como resultado, dentro de la universidad las necesidades de los grupos científicos son consideradas marginales, sin apenas peso real a la hora de seleccionar el profesorado, definir la dimensión y estructura de los departamentos, distribuir los presupuestos o influir en la elección de los órganos de gobierno. Amparándose en la ley, las universidades exigen el mismo grado de dedicación a la docencia a un profesor investigador que al que no lo es. Y no más de la mitad de los profesores universitarios ha superado el tolerante sistema de evaluación de sexenios que permite considerarlos, generosamente, como investigadores activos.
Peor aún, la dotación de nuevo profesorado en la universidad tiene en cuenta la promoción interna o la reducción equitativa de la carga docente, pero raramente se dirige a satisfacer demandas de personal científico para la formación o ampliación de grupos de investigación, si éstas no se justifican o maquillan con argumentos docentes. Así pues, pretender incrementar los recursos humanos destinados a la ciencia aplicando los sistemas de acceso a las plazas universitarias, previsiblemente resultaría muy ineficiente en tanto las universidades mantengan sus actuales esquemas de selección de personal, organización y gobierno.
El Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) ofrece, en principio, mejores condiciones para conseguir una expansión armónica de las capacidades científicas del sistema público en España. Sus dimensiones, todavía reducidas, y su incompleta distribución territorial le permitirían adaptarse con relativa facilidad a las nuevas demandas científicas y tecnológicas.
Tal alternativa tiene en su contra el costo que supone la creación de nuevos centros del CSIC donde éste no existe todavía. En desventaja con la universidad, el contacto de los institutos del CSIC con los potenciales científicos, que empiezan a definir su vocación en las aulas universitarias, es, de partida, lejano. Y lo que es más grave, la rigidez de la estructura administrativa del CSIC, particularmente en lo que se refiere a contratación de personal, limita seriamente su capacidad para acoplarse con dinamismo a las cambiantes circunstancias de la investigación moderna.
Así, considerados independientemente, ni el CSIC ni la universidad constituyen hoy un marco adecuado para inyectar de modo efectivo nuevos científicos al sistema público español de investigación. La solución más inmediata y realista es, quizás, la combinación de las dos instituciones, a través de los centros mixtos CSIC-universidad, en los que se comparten y complementan los recursos humanos y los medios materiales de ambas.
Esta propuesta dista de ser original, pues se ha puesto también en marcha en otros países y en España existe ya un centenar de tales centros mixtos. Sin embargo, hasta ahora su creación, dotación y enfoque han sido más el resultado de iniciativas aisladas que la consecuencia de una política estatal dirigida a una distribución armónica de las actividades de investigación en España.
Las dimensiones y dotación de los actuales centros mixtos son, igualmente, fruto de cada coyuntura particular y siguen formados en la práctica por dos grupos más o menos independientes y equilibrados de investigadores del CSIC y la universidad correspondiente. La figura del instituto universitario es la más adecuada para crear centros mixtos con personalidad propia dentro de la estructura universitaria, pero su reconocimiento legal dentro de ésta es confuso. Se requeriría, pues, perfilar mejor la situación administrativa, las características y los objetivos de los centros mixtos, a fin de dotarlos de un perfil apropiado y de una administración unificada y ágil.
Existe ya en prácticamente cada provincia española una universidad pública, dirigida sobre todo a satisfacer demandas docentes regionales y locales, un lujo que tal vez sea imposible mantener en el futuro. Una de las pocas virtudes de esta incontrolada proliferación es que algunas de tales universidades podrían aprovecharse como núcleos potenciales de investigación científica, unas veces en aspectos especializados, vinculados si hace falta a las necesidades estratégicas de su comunidad autónoma y en otras albergando grandes centros monográficos de investigación experimental, distribuidos por la geografía española con criterios de interés de Estado y racionalidad científica y económica, en los que se alcancen las masas críticas de investigadores requeridas para obtener los altos rendimientos científicos y tecnológicos que demanda la investigación competitiva de hoy.
Si el convencimiento de que hay que potenciar la investigación aumentando el número de científicos está ya arraigado en los poderes públicos y en la sociedad española, no es prudente dilatar su puesta en práctica ni cabe equivocarse en el modo de hacerlo. Sólo así podrá España medirse en unos años con los países de nuestro entorno, que disponen de más larga tradición investigadora y de una conciencia, al menos tan aguda como la nuestra, respecto al papel central que la ciencia va a jugar en la construcción del porvenir de todos.
Carlos Belmonte es director del Instituto de Neurociencias de la Universidad Miguel Hernández-CSIC de San Juan de Alicante.
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