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Tribuna
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Sin luz

Al principio pareció sólo una avería local, transitoria, un problema de fluido eléctrico, algo que sólo afectaba a los pasajeros de las líneas 6, 7 y 9, los que viajaban por los trayectos Circular, Musas-Pitis, Herrera Oria-Puerta de Arganda. Los trenes se pararon de pronto y se quedaron en silencio, ese silencio amenazador que siempre hay en los túneles, un silencio en el que se oyen cosas que suenan a hombres huidos, a ratas venenosas, a monstruos ciegos. Cuando un tren se para en la oscuridad lo hace con un ruido feroz, inquietante, con un estruendo de ruedas que se detienen, de golpes metálicos que te hacen pensar en cristales rotos, en hierros doblándose, en miles de cuchillos cayendo al suelo. La gente de las líneas 6, 7 y 9 debió de sentirse mal durante los 30 minutos del apagón, muchas personas debieron de sentirse atrapadas, sumergidas. Luego, la energía fue restaurada, los vagones volvieron a encenderse y el tren empezó a andar. Todo estaba arreglado.José P. H. subió los escalones de la estación de metro a saltos, de dos en dos, con los ojos heridos por la alternancia de luz y oscuridad y mascullando entre dientes, diciendo hacia dentro maldita sea, llego tarde, quién me paga a mí el tiempo que he perdido. Llevaba un maletín y al mirarse la palma de la mano, en la que sintió de repente un dolor agudo, vio que estaba roja y hendida, igual que si durante el apagón hubiera apretado el asa con una fuerza desproporcionada. Se cambió el maletín de mano y apresuró su carrera hacia la oficina, hacia la reunión de negocios a la que llegaba tarde. De pronto, al girar por una calle, sintió una sensación rara, una sensación como de frío. Al principio no supo qué era, se detuvo y miró a su alrededor, si notar qué pasaba. Entonces se dio cuenta: la calle estaba a oscuras. No es que se hubiese apagado ninguna luz, es que en esa calle era de noche. Miró hacia atrás, hacia las calles por las que había venido, y esas calles estaban como siempre a esa hora, resplandecían de luz, los cristales de las ventanas y los cromados de los coches brillaban al sol. Por algún motivo, José P. H. se acordó inmediatamente de algo: en esa calle se había cometido hacía poco un crimen, un miserable había quemado viva a su esposa, la mujer lo había denunciado veinte, treinta veces, pero nadie le hizo caso, nadie le prestó ayuda. José echó a correr y al entrar en la plaza en la que desembocaba la calle a oscuras todo volvió a la normalidad, lo mismo que cuando la energía había regresado a los vagones del metro. Se pasó una mano por la cara, respiró hondo y entró en su oficina.

En otra zona de la ciudad, Yolanda P. V., que era otra de las pasajeras de uno de los trenes averiados, acababa de hacer exactamente lo mismo que José P. H.: tomó aliento, se pasó una mano por la cara, miró hacia atrás, se frotó los ojos con los nudillos. Estaba delante de una comisaría y en una calle donde era noche cerrada. Los comercios tenían sus escaparates y sus anuncios luminosos iluminados. Los coches llevaban los faros encendidos y los peatones se habían echado algo más de ropa encima. Yolanda miró esa comisaría durante unos momentos, recordó que allí había muerto hacía no mucho un emigrante, que se sospechaba que lo habían golpeado hasta asesinarlo. Yolanda también apresuró el paso todo lo que pudo, hasta llegar a la siguiente calle, en la que era de día.

Otros pasajeros de los trenes detenidos vieron cosas idénticas en diferentes puntos de la capital y de sus alrededores: vieron cómo, en pleno día, era de noche en un barrio marginal donde se vendía heroína; en un bosque de la sierra donde había habido un incendio y ahora se construía una urbanización; en los aledaños de un club privado de Puerta de Hierro en donde habían talado un montón de árboles para hacer un campo de golf; en un tramo del río Guadarrama que había sido contaminado por una fábrica.

Algunas de las personas que veían esas cosas llamaron a las autoridades, pero al principio los tomaron por locos. Sin embargo, las llamadas eran muchas y tan coincidentes, los periódicos empezaron a interesarse por el tema, se decía que algún fotógrafo había conseguido un par de imágenes, que las cámaras de las televisiones estaban a punto de ponerse en marcha. Las autoridades decidieron hacer una declaración institucional: tranquilos, dijeron, sonriéndole al objetivo, no pasa nada, no son más que rumores. En ese instante, el cielo empezó a ennegrecerse a sus espaldas.

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