Yo y mi coche JOAQUÍN VIDAL
Hay en Madrid dos millones y medio de conductores con carné y ninguno conduce como yo. Dicho de otra manera: cuando arranco mi coche y entro triunfante y avasallador en la circulación de Madrid, ninguno de los dos millones y medio de conductores me llega a la suela del zapato.La verdad es que siempre me he preguntado a dónde van esos dos millones y medio de conductores, entorpeciendo el tráfico y dando la lata. Un día que hube de tomar un taxi, el taxista se preguntaba lo mismo. Sí, salvo yo y el taxista, los dos millones y medio de conductores sacan el coche por deporte, por molestar, por chanza, y la prueba es que nadie sería capaz de imaginar -menos averiguar-a dónde van; aunque, por la cara de paletos que ponen, seguro que no van a parte alguna.
Uno de los vicios de los conductores es ponerse con su coche delante del mío (pura envidia) cuando deberían ir detrás. No es que tema la comisión de algún percance irreparable por eso, pero no me puedo permitir renunciar a la dignidad y a la categoría. Un hombre con lo que hay que tener no tolera jamás semejante afrenta. De manera que hago así, pego un acelerón, adelanto por la izquierda o por la derecha al bellaco (si me voy al carril contrario o encima de la acera, allá penas) y al concluir el adelantamiento disfruto contemplando por el espejo retrovisor el sofoco que le produce la humillación.
Todos -los dos millones y medio de conductores- circulan lentos. Eso pasa porque no se dirigen a parte alguna los muy pelmazos, y yo -¡yo!- les traigo sin cuidado. Me acucian asuntos por resolver, citas a las que acudir, obligaciones, los indiscutibles deseos de mi libre albedrío (¡soy importante!) y no tengo por qué someterme al ritmo palurdo de los demás.
Las autoridades municipales han puesto límites de velocidad. Y qué. La norma es para los dos millones y medio de inútiles y desocupados que utilizan el coche sin necesidad; no para mí, que sé pisar a fondo el acelerador y voy a la velocidad que me da la gana. A cien, y de ahí para arriba.
No planteo peligro de accidente ni nada por el estilo. Mi conducción es perfecta. Y si no, que lo digan los dos millones y medio de conductores madrileños, que se quedan maravillados de mi maestría. Por ejemplo, giro el volante a la izquierda y el coche deriva a la izquierda; piso el acelerador y aumenta la velocidad; piso el freno y detiene la marcha; aprieto el pulsador de la bocina y, ¡oh!, suena. O sea, que ni Fittipaldi. Los demás, en cambio -esos dos millones y medio de conductores inútiles-, ni idea.
También han puesto en las calles las autoridades municipales una cosa que llaman semáforo. Qué risa. Hay gente -inexpertos, pusilánimes, pobres diablos- que ven destellar la luz roja del semáforo y se paran como idiotas. Yo, en cambio, la veo roja y me lanzo a toda potencia cruzando el paso de peatones y lo que haga falta a la velocidad del rayo.
Claro, que no es tan fácil. A veces, por la necedad de los dos millones y medio de absurdos conductores, he detenerme detrás de varios que llegan antes con el único propósito de fastidiar. Malditos. En cuanto la luz del semáforo se pone verde he de armarles un escándalo de bocinazos para que se muevan, pues, como no van a parte alguna, les da igual y, además no tienen ni reflejos ni sangre en las venas.
Les adelanto diciéndoles de todo, naturalmente, con particulares recuerdos a su padre (si lo conocen). Y a mayor abundamiento, saco la mano por la ventanilla y les hago la peseta.
Cierta vez un conocido me vio en plena faena y me lo comentaba después con sorpresa. No entendía -aventuraba el nota- que yo, persona afable en los círculos sociales y lamerona de las jefaturas, me comportara de forma opuesta en el coche. Otro ignorante, el conocido ése. Por donde se mueven la peña y los jefes es territorio ajeno y más vale ir cauteloso, haciéndose el simpático. Mientras el coche es mi terreno, mi propiedad, mi mundo, donde al meterme y cerrar la puerta no tengo necesidad de disimular, y me desfogo, y me comporto tal cual soy, porque me sale de las narices.
Dicen que Madrid es la población española (y europea) donde más abundan los conductores listos como yo. Pero es mentira. Los dos millones y medio de conductores que por Madrid circulan, a mi lado, pobres pardillos, tontos de baba.
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