La mala hierba
Fue emocionante ver a un pueblo hambriento de libertad tomar por asalto el Parlamento de Belgrado, la mentirosa televisión estatal, las tiendas de Mirko, el hijito calavera y multimillonario, y, fraternizando con los policías y soldados enviados a reprimirlo, impedir que el último tiranuelo de Europa, Slobodan Milosevic y su no menos siniestra mujer, Mira Markovic, se salieran con la suya: desconocer la victoria electoral de Vojislav Kostunica y perpetuarse en el poder que han utilizado para llenar de cadáveres y de sufrimiento los Balcanes.Ahora bien, cuando el pueblo serbio celebraba en las calles de todas las aldeas y ciudades el fin de la dictadura, y los Gobiernos de la Unión Europea y Estados Unidos anunciaban, eufóricos, que con el advenimiento de la democracia cesarían las sanciones contra la Federación Yugoslava y prestarían una ayuda económica y diplomática a la reconstrucción del devastado país, he aquí que el sátrapa caído, a quien algunos observadores ya hacían refugiado en Moscú (donde, al parecer, se hallan buena parte de los diez mil millones de dólares que ha saqueado de las reservas yugoslavas) y otros le pronosticaban a la siniestra pareja un fin semejante al de los esposos Ceaucescu, reapareció en la televisión de Belgrado, algo ojeroso y enflaquecido, para, muy suelto de huesos, felicitar a Kostunica por su triunfo, y revelar que, en el futuro, además de dedicar algún tiempo a su nieto primogénito, él y Mira, su esposa, confían en seguir desempeñando un papel político en la historia de su país: ¿no son, acaso, el partido socialista SPS, de él, y el comunista, JUL, de ella, los más poderosos de Yugoslavia?
La exaltante caída de Milosevic no es por desgracia, todavía, el restablecimiento de la democracia en Yugoslavia, y aún menos, como quisiera todo el mundo, empezando por el maltratado pueblo serbio, la resolución de los conflictos políticos y étnicos que han convertido a los Balcanes en un polvorín. Aunque la buena voluntad del nuevo presidente, Vojislav Kostunica, está fuera de duda, y su hazaña de derrotar a Milosevic en las urnas es desde todo punto de vista admirable, lo cierto es que el régimen autoritario ha sido decapitado, pero su cuerpo sigue intacto, y con una capacidad para frenar o malograr el proceso de democratización casi infinita. Prueba de ello es que, en vez de estar respondiendo por sus crímenes contra la humanidad ante el Tribunal Internacional de Amsterdam, Slobodan y Mira continúan en su elegante residencia de Dedinje, el barrio de los ricos de Belgrado, urdiendo cómo resarcirse del traspiés electoral, y que todos los pilares e instrumentos de la dictadura siguen en pie. Aunque, ante la fuerza de la movilización popular a favor de la libertad, las Fuerzas Armadas, el Poder Judicial, y la burocracia de Estado se resignaron a reconocer al nuevo presidente, lo cierto es que a la cabeza de estas tres instituciones claves se hallan los hombres de confianza de Milosevic, puestos por él allí para servirle de cómplices en todos los crímenes, atropellos y horrores que jalonan su trayectoria desde que, en un trágico septiembre de 1987, cambiando su disfraz de apparatchik comunista por el de demagogo nacionalista, aquél consiguió apoderarse de la Liga Comunista de Yugoslavia e instaurar el poder absoluto. Dos años después, estallaban las guerras que dejarían más de 200.000 muertos en la región y odios y rencores que tardarían muchas generaciones en eclipsarse.
Es más que dudoso que los órganos y funcionarios del régimen autoritario, colaboren con el nuevo presidente en una democratización del país que terminaría por limpiar al Estado de la morralla que ellos representan, el lastre que hará difícil, si no imposible, el imperio de la legalidad y de la libertad. Lo seguro es que tratarán de frenarla por todos los medios, la inercia y el error en el mejor de los casos, y, en el peor, el complot y la abierta conspiración. Aquello de que la hierba mala no muere, o se reproduce con velocidad cancerosa, es particularmente cierto tratándose de regímenes autoritarios.
De otro lado, el presidente Kostunica no las tiene todas consigo. Ha conseguido un formidable aval de los electores, pero está a la cabeza de una coalición de 18 partidos, a quienes unía su odio al régimen dictatorial de Milosevic, pero separan doctrinas, ambiciones de sus líderes, diseños políticos para el futuro, que ahora pueden emerger y atentar contra la acción coordinada a favor de las reformas. Para alcanzar el éxito en la descomunal empresa que tiene por delante, el presidente Kostunica va a necesitar un ingenio y destreza política fuera de lo común, y una capacidad para adaptarse a las nuevas circunstancias dignas de los grandes camaleones. El camaleonismo, palabra antipática, en algunas ocasiones excepcionales, como demostraron el general de Gaulle en lo relativo a la descolonización, y Adolfo Suárez en lo concerniente a la liquidación del franquismo, puede llegar a ser una virtud política.
En las credenciales del presidente Kostunica, junto con excepcionales méritos e impecables actitudes democráticas, figura una tara esencial: el nacionalismo panserbio, absolutamente incompatible con su empeño de democratizar su país, impedir la secesión de Montenegro y mantener dentro de la Federación Yugoslava, a Kosovo, donde los albano-kosovares, más del 90% de la población, han recibido su victoria electoral con comprensible aprensión, pues recuerdan una foto suya, con un fusil-ametralladora Kalashnikov en la mano, en señal de solidaridad con los serbio-kosovares que intentaron exterminarlos. Se trata de un hombre honrado, consecuente con sus ideas políticas y su fe cristiano-ortodoxa, que fue purgado de la universidad por oponerse a Tito, y que se proclama "demócrata antes que patriota", lo que está muy bien. Ha vivido sus 56 años con gran austeridad, y sigue en el modesto departamento, en el centro de Belgrado, que ocupa desde que se casó, y que él y su mujer comparten con dos gatos, un perro y muchos libros. Su vida ha estado consagrada a los estudios jurídicos, al Derecho Constitucional sobre todo. En 1989 fundó el Partido Democrático de Serbia -una pequeña formación que nunca obtuvo más del 7% de los votos- al que ha representado en el Parlamento desde 1990 hasta 1997.
En su vida pública, además de carecer -¡felizmente!- de carisma, y de ser un orador profesoral, nada mitinero, destacan sus tomas de posición anticomunistas, a favor de la apertura democrática, sus críticas al régimen dictatorial de Milosevic, pero, también, su nacionalismo. Durante la guerra de Bosnia, apoyó al Gobierno genocida de Radovan Karadzic y Mlady, y su ruptura con Tito se debió, al mismo tiempo que a sus objeciones a la política dictatorial, a su rechazo del estatuto de autonomía que la Constitución de 1974 concedía a la Voivodina y a Kosovo. Aunque en 1983 publi-
© Mario Vargas LLosa, 2000. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2000.
La mala hierba
có un libro a favor del multipartidismo, cuando estalló la guerra de Kosovo se alió con el gobierno de Belgrado en contra de devolver a los albano-kosovares el sistema autonómico de que habían disfrutado hasta que, el 26 de julio de 1989, Milosevic se lo arrebató. Su condena de las iniciativas de los gobiernos occidentales respecto a la Federación Yugoslava ha sido sistemática, antes y después de la intervención de la OTAN, y siempre se opuso a la creación del Tribunal Penal Internacional de Amsterdam, para juzgar los crímenes contra la humanidad perpetrados en Bosnia. Por eso, incluso durante la reciente campaña electoral, dijo que en ningún caso entregaría a aquel tribunal a su adversario Slobodan Milosevic.Si persevera en estas ideas, y no es capaz de suavizarlas drásticamente o cambiarlas por otras más realistas, el presidente Kostunica fracasará y la hermosa gesta democrática vivida en estos días por el pueblo yugoslavo en pos de su liberación, quedará como un pasajero fuego de artificio. Es muy difícil, pero todavía no imposible, impedir que lo que queda de la Federación Yugoslava se desintegre, y Montenegro y Kosovo, siguiendo el camino de Eslovenia, Croacia, Macedonia y Bosnia, se desgajen de Serbia e independicen. En el plano internacional, todos los gobiernos occidentales, al igual que la ONU, favorecen el mantenimiento de la Federación y estarían dispuestos a multiplicar las ayudas y créditos para fortalecer aquella difícil unidad. Pero, para persuadir a montenegrinos y albano-kosovares de que renuncien a sus planes seccionistas, el presidente Kostunica tendría que darles pruebas palpables de que ha renunciado al sueño disparatado de la Gran Serbia, que Milosevic promovió para conseguir el poder absoluto, y del que resultó la desintegración de la antigua Yugoslavia y el Apocalipsis de los Balcanes. Y jugar sincera y audazmente la carta del "multipartidarismo democrático" del que es partidario para su país, en el amplio espectro de la Federación, admitiendo el derecho de montenegrinos y albano-kosovares a gozar de la misma autonomía cultural, administrativa y política de los serbios. Es muy difícil, desde luego, porque hay mucha sangre vertida, rencores y odios atroces, y una inmensa desconfianza recíproca. Pero no es imposible, porque se trata de la solución más sensata para toda la región, y cuando la democracia despunta por fin en Serbia se abre una puerta para que la racionalidad y el sentido común reemplacen a la demagogia, la pasión y el sectarismo, que han gobernado con Milosevic.
¿Es ingenuo pensar que un gobernante, librado a sus flacas fuerzas, pueda él sólo provocar una modificación tan radical de esa historia que parece, por sus antecedentes recientes, dirigirse hacia una nueva e inevitable fragmentación de la ya más que mutilada Yugoslavia? Tal vez lo sea. Pero, si uno observa la historia reciente, se siente inducido a revisar aquella creencia, tan firmemente arraigada en el mundo antes de la caída del muro de Berlín, de que los individuos no hacen la Historia, como creían los románticos, que ésta es obra de grandes y fatídicas fuerzas colectivas, de complejos procesos económicos, algo así como el movimiento de los astros, regido desde el fondo del tiempo por una divinidad misteriosa y fuera del alcance del común de los mortales.
La verdad es que la existencia y el prontuario de Slobodan Milosevic (y su cónyuge Mira Markovic, según todos los testimonios) es una prueba fehaciente de que un individo puede tener un impacto decisivo en los acontecimientos históricos, en este caso para desgracia de su pueblo y del mundo. Es también el caso de un Hitler, un Stalin, un Fidel Castro. No es imposibe que la Federación Yugoslava, tal como quedó a la muerte de Tito en 1980, sobreviviera hasta nuestros días, convertida en una flexible alianza de culturas y sociedades autónomas bajo el denominador común de la igualdad, la legalidad y la libertad, si no hubiera sido por la criminal iniciativa de Milosevic -para asegurarse el poder- de cancelar, en marzo de 1989, la autonomía de la Voivodina y Kosovo y amenazar a todas las repúblicas de la Federación con la hegemonía prepotente de Serbia. Eso le dio gran popularidad interna, pero alarmó a todas las otras regiones, y fue el combustible que atizó los nacionalismos locales, que, según todos los testimonios, eran hasta entonces bastante minoritarios. La inmensa mayoría de las repúblicas hubiera aceptado preservar la Federación, en un marco de vasta autonomía cultural y administrativa y de idénticas prerrogativas políticas, en vez de lanzarse en una incierta y peligrosa aventura nacionalista. Ahora todo eso pertenece al pasado, y ya no tiene vuelta atrás, pero, sin la frenética demagogia nacionalista que Milosevic desató, abriendo esa caja de Pandora del que resultarían las guerras, la limpieza étnica, los cientos de miles de muertos y millones de desplazados que han incendiado los Balcanes, hubiera podido ser evitado.
Si un gobernante fue capaz de inspirar tal hecatombe, no hay razón alguna para que otro, de signo contrario, no sea capaz de suscitar cambios igualmente profundos y extraordinarios. El tranquilo profesor que acaba de tomar el poder en Belgrado, en olor de multitudes esperanzadas, cuenta en estos momentos con un apoyo desmesurado, por parte de su pueblo, de la comunidad internacional, y de todos los grandes organismos internacionales. Está pues, en inmejorables condiciones para intentar un nuevo milagro, pero en la dirección contraria a la que la dictadura impuso; es decir, devolver la paz, la confianza, la colaboración y, acaso, en algún futuro no demasiado lejano, la asociación en democracia e igualdad de condiciones a pueblos a los que la geografía y la historia han condenado a vivir juntos, y que sólo de este modo podrán dar una batalla exitosa contra sus verdaderos enemigos: el atraso, la pobreza, la tradición autoritaria y la intolerancia.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.