Alojamiento espiritual
Una orden de clausura abre una hospedería en Marchena para pagar la restauración de su convento
Las personas son capaces de sacrificios extremos. Renunciar a ellas mismas, por ejemplo, como decidió, hace 50 años, Inmaculada Albert, por entonces una jovenzuela de Martos (Jaén) que dejó de ser alguien "corriente" para entregarse a su vocación religiosa. "Mis padres se opusieron al principio, pero acabaron aceptando que había sentido la llamada de Dios, no se puede explicar en qué consiste, pero es algo que se siente". La hermana Albert, 69 años ahora, aclara que no desprecia "las cosas del mundo", como si temiera herir a quienes la interrogan desde el otro lado del torno y, por tanto, atrapados por las cosas del mundo. Pero ella eligió las cosas del espíritu y el sacrificio.Los edificios no tienen tal potestad. Su sacrificio tiene un límite, la ruina material, sin vuelta atrás. El monasterio de la Purísima Concepción de Marchena (Sevilla), fundado en 1624, ha ido acompasando sus renuncias al ritmo de la comunidad de clarisas. Pero ya no podía más. "Aquí siempre han estado monjas muy sencillas, que han vivido muy pobremente, por eso el convento se ha deteriorado tanto, sin obras", explica la hermana Albert.
Cuando el desgaste arquitectónico rozó la ruina, las religiosas decidieron poner pie en pared, recurrir a "los ahorros que teníamos" y encargar obras de restauración. "Pero conforme avanzaban, nos encontrábamos cosas peor y no teníamos bastante dinero", detalla la hermana. La rehabilitación de la hospedería, que amenazaba con desplomarse, se tragó los ahorros logrados con la venta de dulces durante años, los seis millones de pesetas que alguien prestó a la comunidad "por amistad" y un crédito bancario de otros 10 millones de pesetas.
Aunque ambas cantidades suman 16 millones, las clarisas aún deben 20 millones. Un apuro mundano. Y, casi musita la hermana Albert, "sin ayuda de nadie", a excepción de una antigua subvención para arreglar tejados.
Por mucho que las ocho religiosas se afanen en producir pestiños, roscones y dulces de membrillo, reunir 20 millones no es fácil. Así ha nacido la hospedería Santa María. "Que no queremos que se confunda con una fonda más", aclara algo escandalizada sor Albert, que se encarga de atender a los huéspedes con las excepcionalidades que rodea a un convento de clausura.
La zona de hospedaje, habilitada en unas dependencias del monasterio -hay nueve habitaciones dobles y una individual que dan a un claustro-, incluye un "locutorio", el único espacio donde los clientes pueden contactar con las religiosas y conversar, separados por una reja, si necesitan reconfortar el espíritu, que a la hermana Albert no le agrada dar la impresión de que sólo se trata de saldar una deuda mundana: "Estamos aquí para hacer algo por los demás, no sólo por lucro".
El folleto informativo que han editado aclara el perfil de clientela que buscan: "Un lugar de descanso y tranquilidad, de encuentro con Dios para quien lo desee; también está diseñada para recibir grupos de ejercicios, reuniones y convivencias". Apenas una decena de personas han ocupado las habitaciones desde que, hace un mes, se abrió la hospedería o "casa de espiritualidad", como prefiere denominarla su encargada.
Un día de pensión completa cuesta 5.000 pesetas; el alojamiento y desayuno, 3.500 pesetas. Una reproducción de la última cena de Cristo preside el comedor, pero también un televisor. Una metáfora de lo que han cambiado los tiempos desde que Rodrigo Ponce de León, virrey de Napóles, fundó el convento.
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