Y Zeleste cerró JOAN DE SAGARRA
"Barcelona abandonó Zeleste a su propia suerte. El último concierto de la histórica sala, protagonizado por Carlos Segarra y Daniel el Higiénico, apenas reunió a 300 personas, a pesar de que no se cobraba entrada", escribía Luis Hidalgo en este periódico (6 de octubre). Tristísimo, patético entierro. El colega España, Ramón de, dice compartir la opinión de Jaume Sisa sobre el cierre de Zeleste: "El Zeleste lo cerraron hace muchos años, cuando la sala de la calle de la Argenteria fue clausurada y la empresa inició su nuevo rumbo preolímpico". Yo soy de la misma opinión: Zeleste, nuestro Zeleste, murió en la Argenteria (jamás puse los pies en el nuevo Zeleste).En Zeleste, nuestro Zeleste, escuché a Sisa cantar Qualsevol nit pot sortir el sol, una de las mejores canciones que se han escrito en este país (Manolo, Vázquez Montalbán, le dedicó un estupendo artículo en El Periódico). El Sisa de aquellos años me hacía mucha gracia. Le conocí cuando presentó su primer disco -un 45 r.p.m.- en la Bodega Bohemia, que ya no existe. Para promocionar el disco regalaban un pay-pay con el rostro del cantante. Lo colgué del váter de casa, de modo que cada vez que tirabas de la cadena, Sisa se movía de izquierda a derecha. Coincidimos en la barra de Bocaccio. Sisa era un buen bebedor, pero a veces se pasaba. Una noche cayó en las garras del Ciclón Matilde. Pobrecito. También coincidimos en la barra del Zeleste, el nuestro. Al cerrar, nos íbamos, con Ramon Barnils, a tomar la última copa a un local que regentaba Lola, una novia de Sisa, una real moza que me caía la mar de bien.
El colega España, Ramón de -que así es como se me identifica cuando llamo a la sección de Cultura del diario-, hablando de nuestro Zeleste, escribe: "Pero Dios me libre de convertirlo en el Bocaccio de mi generación y de dar la brasa a mis menores con mis batallistas: gauche divine, afortunadamente, no hay más que una".
¿Afortunadamente? ¡Desgraciadamente! La obligación de un periodista, en los años en los que yo entré en periodismo, era darse a conocer, hacerse leer. No sé si ahora es igual, pero entonces era así. Y valía todo, o casi todo (con el beneplácito, por supuesto, de la censura). Es decir, que si no había noticias, uno hacía como Chuck Tatum, el reportero de El gran carnaval, la película de Willy Wilder: salía a la calle y mordía a un perro. Por suerte yo no tuve que morder a ninguno, me bastó con morder el culo del Ómnium Cultural, la oreja de mi buen amigo y colega Huertas Clavería y de sus huertamaros, y la teta de mis amigas del Bocaccio. Y así salió aquello de la cultureta, o del patufetismo-leninismo y de la gauche divine (porque la teta que yo les mordía a mis amigas, jóvenes casadas que descubrían, jubilosamente, el adulterio, era la izquierda, la más sabrosa). Yo me limitaba a hacer como mis mayores, los que se habían inventado la Costa Brava, el Día del Libro, L'Aplec de les Hòsties, el més que un club, la nova cançó y el fot-li que és de Reus!
Pero esos mordiscos se pagan. El de la cultureta, amén de privarme de la codiciada llufa-esquela (el talibán Manent, Albert, me tiene en la lista negra de la Creu de Sant Jordi), me ha impedido salir en TV-3 bailando (y cobrando) la rumba con nuestra Maripau -experta bailarina, me dicen-, pero lo peor me ha ocurrido con la gauche divine. Maldito sea el día en que se me ocurrió bautizar a mis amiguitas y amigotes de Bocaccio de manera tan germanopratense.
El mismo día en que enterraban el Zeleste de Poblenou, me entretenía yo en la terraza del Bauma, con una señora cubana la mar de simpática que me había mandado Juan Marsé, sobre la gauche divine (la señora en cuestión prepara un trabajo sobre el tema para no sé qué universidad norteamericana). Era la enésima vez -la 87ª para ser exacto- en que se requería mi colaboración, como inventor del tinglado, para confesarme sobre las virtudes y los pecados de aquella vieja y singular parroquia.
La señora, como he dicho, me cayó simpática, y lo primero que hice fue preguntarle: "¿Usted se cree todo eso de la gauche divine?". La señora me dio a entender que se lo creía a medias, pero que ella -grabadora en mano- estaba allí para enterarse o, dicho de otro modo, para currar, como el camarero que nos servía los cafés. Y entonces, yo le dije: "Mire, señora, si usted quiere, o le conviene para su trabajo, yo estoy dispuesto a decirle que eso de la gauche divine fue la hostia, que si Franco murió en la cama fue porque nosotros, en Bocaccio, no teníamos otras armas que el California y el Bloody Mary, pero que está fuera de toda duda que la Barcelona democrática, socialista, olímpica y glamourosa, y lo que queda de ella, nació en Bocaccio, fruto de la gauche divine". "¿Y usted se lo cree?", me preguntó la señora. "Yo me creo lo que usted quiera, señora", le respondí. "Pero como veo que usted no es tonta y además me es simpática", le dije, "me veo en la obligación de decirle que yo, amén de hacer de periodista, de inventarme lo de la gauche divine y de mordisquear tetas, estaba allí, en Bocaccio, porque Oriol Regàs me había dado una tarjeta con la que mis copas, y las de mis amigos y amigas, me salían gratis. "No quisiera ofenderle, pero tiene usted algo de cínico", me dijo la simpática cubana. "No sólo no me ofende usted, sino que me honra", le respondí. Y añadí: "Como dijo Fidel (Castro, o cualquier otro, inventado, que para eso estamos los viejos periodistas), no me fío de ningún hijo de puta que no beba".
Vuelvo al Zeleste y a España, Ramón de. Detesto contigo, Ramón, las batallitas, como detesto el agua mineral. El agua para las ranas, como dice mi mujer. Pero me agradan los trofeos. Como aquel cuadro, un naufragio en alta mar, que estaba colgado tras la barra del Zeleste, el nuestro, y que mi amigo, el barman, me dijo que me lo regalaba, que fuera a recogerlo al día siguiente del cierre del local. No fui. Pero cada vez que descorcho una botella de ron de las Antillas, como hace un instante, a punto de finalizar esta horma, lo tengo ante mis ojos, y me acuerdo de nuestro Zeleste, el tuyo, Ramón, y el de Sisa, el de Gato Pérez, el de la Voss del Trópico..., y el mío. Y me siento feliz.
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