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Una triste y última canción

No hubo lágrimas, no volaron los pañuelitos, no sonaron frases de despedida, ni siquiera la noche tuvo tono emocional. El vacío, la soledad y la tristeza, unidas a una situación de extremo patetismo, marcaron la última noche de Zeleste como sala de conciertos, una sala que hubiese merecido un final más acorde con las pasiones que bajo el paraguas de su nombre se han vivido en Barcelona en los últimos 27 años. Pero no pudo ser. Acorde con la confusión que ha presidido sus últimos meses de vida, la sala de Poblenou improvisó con más voluntad que acierto una fiesta de despedida que más que fiesta resultó un funeral, y encima sin casi nadie que llorase al muerto. Peor final no se podía ni intuir.Claro que a la postre todo encaja y la lógica de las cosas emerge con toda su fuerza. Zeleste, la sala de conciertos, nunca ha tenido un público propio, sino un público que variaba en función del artista al que la sala acogía. Contrariamente, el Zeleste discoteca sí tiene un público propio, hasta el extremo de que sus responsables temen la sesión de despedida de esta noche -el pinchadiscos DJ Amable arrancará la sesión a la una de la madrugada- por la enorme acumulación de público que puede convocar. Considerando que el Zeleste sala de conciertos no tiene predicamento por sí solo, era aventurado suponer que alguien se pudiese acercar al local movido sólo por la nostalgia, y más teniendo en cuenta que los jóvenes todavía no han vivido suficientes años para acumularla. Tampoco cabía suponer que participasen en la fiesta los treintañeros y cuarentañeros, pues para unos Zeleste ya murió en la calle de la Argenteria y para los otros un funeral no es suficiente acicate como para moverlos de la comodidad de su casa o del vértigo de otras aventuras. Menos aún se podía esperar la presencia de promotores y artistas o famosos, reacios a apuntarse a actos que no tienen marchamo de consenso y buena factura formal. Así las cosas, casi nadie fue a un último concierto improvisado a última hora, apenas promocionado y, para postre, con un cartel digamos que no especialmente espectacular.

Y fueron los artistas de ese cartel los que peor lo pasaron. Con su buena voluntad a cuestas, tanto Carlos Segarra como Daniel el Higiénico debieron de pensar que la platea les acogería con calor, cuando sólo vieron desolación y frialdad. Segarra aplicó su tesón a ofrecer versiones de clásicos del soul y del rock and roll, pero en los ojos se le notaba que estaba pasando un mal trago. Despedirse así de Zeleste le debía de herir el alma. Por el contrario, Daniel, todo un esperpento, pareció ajeno al mundo y se empleó con toda la habilidad que le permite un humorismo chusco, lleno de pústulas y de lugares comunes. "Sí, ya le he visto varias veces", decía un chaval sentado plácidamente en las escaleras cercanas a la mesa de sonido, "pero es que venía a decir adiós a la sala". Era uno de los pocos que allí estaban con esa intención, uno de los pocos a los que con tal de estar allí tanto le daba un grupo como otro. Pero quedó claro que el público joven de conciertos no se mueve por el nombre de una sala, sino por el de los artistas que en ella actúan. Este hecho, pasado por alto por los organizadores, dio la puntilla a una sala que con este acto quería recaudar sus últimas pesetas.

Al final, y en consonancia con la historia, Zeleste acabó perdiendo o no ganando dinero tambien en su despedida. Eso sí, para que la esperanza no se pierda, quede en el recuerdo que la última composición que allí sonó llevaba por título Una canción más bonita todavía. Veremos dónde se escribe.

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