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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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El 'macarellisme'

Cala Galdana, al sur de Menorca, fue uno de los lugares más hermosos de la tierra. Y entre los paisajes mediterráneos debidos al azar de la naturaleza no creo que ninguno se le pudiese comparar. El azar no parece allí ni violento ni ciego. La línea de la playa dibuja un labio inolvidable, la arena es blanca y el agua, azul turquesa, y los pinos se desmayan, bien adiestrados, hasta rozar las olas. Sin embargo, lo que convierte a la postal en un paisaje raro e intenso es la majestuosa irrupción de un torrente de agua dulce que luego de recorrer el barranco de S'Algendar -el único de la isla que tiene agua todo el año-, acaba en el mar.El lugar perdió su belleza a finales de los años sesenta con la construcción de un espantoso hotel que aún perdura. Cómo no sería el espanto que el ministro Sánchez Bella, en la hora dramática de su inauguración, se dirigió coloquialmente a una de las autoridades que formaban el cortejo y le preguntó en voz baja quién había sido el responsable de aquella animalada. El interpelado, además de autoridad, era arquitecto y le contestó al ministro, respetuosamente, que él no era un animal, pero sí quien lo había levantado. No pasaron muchos años sin que el arquitecto recibiera apoyos notables y hoy son ya muchos los edificios que compiten bravamente con el espanto primigenio: Cala Galdana es pura melancolía.

Obviamente, el caso no es singular en España, pero sí en Menorca. Es verdad que el lugar de más suave y lujosa hermosura de la isla está destruido. Pero lo que predomina en Menorca es la conservación intacta del paisaje. Lo que predomina es el macarellisme. El modesto neologismo lo formulé en privado hace bastantes años, el primer verano que llegué a la isla y a Cala Macarella, vecina a Galdana, casi tan bella, pero virgen y no mártir. Después de una hora de tragar polvo, apartar vacas y levantar cercas, dejé el coche al solecito del mediodía y eché a andar en busca de la anunciada maravilla. Allí estaba, en efecto, la playa, y corrí a abrazarla. Después de las primeras efusiones observé que algunos otros habitantes del mundo habían tenido la misma idea en el mismo momento, y conforme avanzaban las horas presencié interesantes episodios, como la llegada en lancha motora de una familia algo más que nuclear, con los ingredientes necesarios para elaborar una paella: venían también con mucha hambre, mucha alegría y muchas ganas de propagarlo. De vuelta, cuesta arriba, sin mayor aliciente para imaginar que la temperatura de la chapa bajo el solecito, dicté las primeras lecciones sobre el macarellisme: Menorca me parecía una isla hermosa, pero que exigía demasiado esfuerzo; una isla, la más catalana de las Baleares, basada en el escultismo, para el que la prueba más irrevocable de la existencia de paraísos es lo que cuesta alcanzarlos. Por el contrario, yo creía que la dureza del camino me autorizaba a encontrar una playa desierta, donde correr edénico: la prueba más irrevocable de la existencia del paraíso es que no se comparte, eso pienso.

Rozando los primeros días de este otoño he vuelto a Macarella. Alegremente he reconocido el polvo, las vacas, las cercas y el sol de mediodía sobre la chapa. He ido a abrazarla, sin suerte: había más gente que en Benidorm a la misma hora. Gentes en toda la isla: en Pregonda y en Cala Mitjana; en Son Saura y Cavalleria; en Favàritx y en Cala Blanca. Gentes, en masa, viciosamente entregadas a la práctica del macarellisme. ¿Qué los lleva allí? Comprendo que miles de personas compartan la arena después de un camino suave, asfaltado, corto. Comprendo que alguien ande, horas, duramente, para sentirse águila o delfín. ¿Pero sufrir para acabar sintiéndote gregaria sardinita en lata? Mis amigos de Menorca objetan que abrir carreteras acabaría con Menorca y su espíritu. No se dan cuenta de que las carreteras ya están abiertas, aunque sean infernales. Que basta un coche, una bestia cuatro por cuatro, ésas que con tanto despotismo conducen las mujeres, para abrir cualquier carretera. En cuanto al espíritu... Todas las guías de la isla insisten en llamar vírgenes a la mayoría de la calas. Están repletas de pecadores sudorosos, pero las guías entienden que una cala virgen es una cala sin casas. Prohíben las casas, pero los barcos anclados en las calas ¡vírgenes! exhalan su fétido aliento por doquier. Es explicable que ante la visión de la Cala Galdana embrutecida, y ante el desvarío constructor de sus islas vecinas, la gente de Menorca haya adoptado precauciones. Pero el reto no es naturaleza o barbarie, como piensa el ecologismo iluminado (a dos velas). El reto es civilizar los lugares del ocio. El macarellisme es un paisaje neolítico con bencina. Y lo que hace falta en Menorca es que muchas Ciutadellas -muchas maravillas urbanas- lleguen hasta las playas.

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