_
_
_
_
Tribuna:
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Callos y cocido

La gastronomía madrileña ha dado al mundo dos platos exquisitos que han escalado, solapadamente, altas cimas en nuestros manteles: el cocido y los callos. Es decir, la forma de condimentarlos partiendo de elementos básicos de origen humilde, tanto que carecen de sinónimos usuales, y si los hubo, se han perdido. El garbanzo fue profusamente denostado y atribuido al sector -como ahora se llama- mayoritario. El cocidito madrileño era la base alimentaria de los albañiles, llevado en dos tarteras -una para la sopa de fideos- a pie de obra por los familiares más próximos, porque en aquellas calendas todo estaba cerca en esta ciudad. Los meros peones podían emborracharse el sábado por la noche, pero apenas se caían del andamio y eso que la fuerza de la gravedad era idéntica a la de nuestros días, según tengo entendido.Recuerdo haber contemplado, de reojo y con envidia, a más de un proletario mientras, a las doce, daba cuenta del condumio, amarilleado por el pimentón, sentado tan ricamente en la acera, acompañado del famélico perro, tan unido al gremio de la construcción, hasta que se cubrían aguas y se arriaba la bandera. Ver al artista trabajar y almorzar era uno de los espectáculos más populares y económicos de la Villa. Hoy lo impiden altas vallas, espesas y tupidas redes o enormes carteles publicitarios.

Como todas las cosas sencillas y baratas, no tardaron los garbanzos en ser expropiados por la insaciable burguesía. De los hogares humildes pasó al restaurante caro, de la mesa menestral subió al menú, de las dos habitaciones en la Arganzuela, a Lhardy. Y de ahí, en meteórica ascensión, hasta los reservados del Nuevo Club, donde propinan unos cocidos con quince o más ingredientes, además del testimonial garbanzo. El que cantó Manuel Escobar, repicando en la boardilla, quizás se debiera a una defectuosa o insuficiente cocción. Sin parangón con otros semejantes, ni le llega a los zancajos su pariente el pot-au-feu.

Pasemos a los callos, tal como aquí se cocinan. También de cuna menesterosa, los desperdicios, el estómago de los rumiantes, la casquería, algo que se recogía, casi gratis a la puerta de los mataderos. La última vez que los comí fue un sábado, cuando aún azotaba a nuestro pueblo el duro verano, sin que acabaran de incorporarse los que trabajan, cuya cifra ignoro. Víspera del final de la Vuelta Ciclista, ante lo que mucha gente, despavorida por la presunta incomunicación decretada por el Ayuntamiento, huía de la capital. El viejo compañero de los fines de semana y yo debatimos, como siempre, el lugar de la comida, aunque terminamos en la misma cafería. Resolvimos darle una alegría nostálgica a los jugos gástricos en aquel restaurante -el primero de reconocimiento en la Guía Michelín- inaugurado hace casi sesenta años, en un Madrid con restricciones de luz, de gas y de muchas cosas.

Pensamos, con optimismo, que un solo plato por barba y sendas copas de vino de la casa no maltratarían nuestra escueta economía, lo que se reveló como un error de cálculo a la hora de la cuenta. Allí nos encaminamos, donde solíamos. Una gozada, señoras y señores, encontrar el viejo ambiente apenas alterado, la cordial acogida de los veteranos y la voluptuosa sensación de ser atendidos por seis o siete camareros, un solícito maître, y el sumiller, respetuoso con nuestra anemia financiera. Bien es verdad que parece el peor momento de la semana y sólo estaba ocupada otra mesa, además de la nuestra. Pedimos callos, una especialidad de sus fogones: suaves, picando lo justo, esponjosos, tiernos, tasada la grasa; parecía el plato exótico creado por un imaginativo cocinero. Es un manjar digerible, que nada tiene que ver con su tosca fama y el aspecto, que empeora servido equivocadamente en escudillas de barro. Nada que ver, tampoco, con las modalidades catalana o gallega, ni con las muy inferiores tripas a la moda de Caen. El amor a la verdad, tan amortecido en los últimos tiempos, obliga a confirmar que, incluso pasadas cinco o seis horas, repiten algo, lo que para quienes tenemos muy disminuido el apetito no significa un especial disfrute.

Mi opinión es que los callos deberían estar protegidos por la Comunidad Europea, elevando a pareja categoría la paella, la fabada y los gazpachos. Ni más ni menos.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo

¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?

Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.

¿Por qué estás viendo esto?

Flecha

Tu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.

Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.

En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.

Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_