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Prostitutas

Su piel se camufla en la noche salada, pero los colores chillones de sus atuendos palpitan en la húmeda oscuridad. Vienen de remotos lugares en el corazón de África y venden lo único que tienen, su esplendor racial, acodadas una y otra vez sobre las ventanillas de los coches, en un gesto mecánico que millones de desesperados ejecutan cotidianamente en las calles de todo el planeta ante rostros anónimos escondidos tras los parabrisas. Lejos del centro urbano, de donde han sido desplazadas por la presión de la policía, se arremolinan en un mercado que alimenta la hipocresía social. A su alrededor pulula un mundo sórdido que el vecindario soporta con aprensión. Hasta que la impaciencia se desborda y la masa ensaya una cacería oprobiosa. El jueves, en Valencia, junto al puerto, cientos de ciudadanos indignados persiguieron después de una asamblea a jóvenes negras como a fantasmas que hay que ahuyentar. Las cosas no fueron a más, pero el triste suceso enfocó fugazmente una luz sobre la otra cara de la ciudad. Paul J. Goldstein clasificó a las prostitutas británicas por su "dedicación y su contexto ocupacional". En ese ránking sociológico de validez universal, las muchachas del puerto ocuparían el escalón más bajo (dedicación habitual y contexto callejero). En otros niveles están aquellas a quienes en inglés denominan call-girls y las chicas de club o de burdel. Mientras en el distrito marítimo se disparaba una alarma siniestra que las autoridades no saben cómo afrontar, la Feria del Mueble, con su aluvión de visitantes, llenaba las barras de decenas de locales nocturnos de una bulliciosa actividad para que se repitiera la escena en la que una mujer indiferente ofrece a un forastero la noche y lo que ocurre al otro lado de unas puertas. En los márgenes turbios de una legalidad farisea e inválida, donde la invisibilidad ampara la explotación, el juego de la oferta y la demanda mueve un antiguo comercio que la sociedad prefiere ignorar.

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