Retrato para el infierno RAFAEL ARGULLOL
Algunos estudiosos defienden que los retratos funerarios de El Fayyum, pintados entre los siglos primero y cuarto de nuestra era, son algo así como modelos para la resurrección. Constituirían, en cierto modo, la respuesta pictórica a la más sensual de las discusiones teológicas del cristianismo: la que se refiere al aspecto de los cuerpos tras su renacimiento al final de los tiempos. Se podrían llenar varios gruesos volúmenes con las conjeturas formuladas por los teólogos alrededor de esta controversia. ¿En qué momento de su historia física debían resurgir los cuerpos para dejar atrás la niebla de su disolución?Los retratos de El Fayyum, según estas hipótesis, tratarían de responder a esta pregunta. Por otro lado es un conjunto artístico que encaja bien en la mejor encrucijada de caminos: egipcio de fondo escenográfico, se inserta en una civilización familiarizada con el culto a la muerte y a la inmortalidad; cristiano por fe, asume la eficaz y revolucionaria idea del descenso divino en la carne; griego por cultura, culmina una tradición excitada por el apego a la belleza física.
Esta mirada suspendida en la atemporalidad de la que hacen gala todos los personajes nos conduciría a un sendero fascinante: esos hombres y mujeres fueron pintados en el momento corporal que sería recuperado tras la resurrección. Las efigies de El Fayyum serían, en consecuencia, guías para la eternidad.
La idea es hermosa. Quizá difícil de aceptar para nuestra imaginación actual pero comprensible en las agitaciones espirituales de los primeros siglos cristianos. Por otra parte, toda la historia del retrato recurre a lo memorable. Descubierto el tiempo, y su peso, el hombre descubre también la memoria, el escenario de la muerte que es, asimismo, escenario contra la muerte.
El retrato es esencialmente memorable. Capturar el cuerpo, capturar el rostro, es suspender el tiempo. No en el vacío, sino para otro tiempo. El retrato moderno -tanto el pictórico como el fotográfico- se ha definido más por la introspección que por la exaltación; pero esto no cambia la naturaleza última del retrato. Francis Bacon usaba radiografías y todo tipo de técnicas médicas para sus cuadros. Su carne atravesada, mutilada, colgada, crucificada, no deja de ser "carne para la eternidad".
No creo que ningún artista pueda retratar sin un cierto ánimo de trascendencia o, cuando menos, más humildemente, de duración. Un cráneo, un vaso sanguíneo, el laberinto interior de la carne "quiere perdurar" en igual medida que la superficie de los cuerpos. El papa Inocencio de Bacon está, en este sentido, al otro lado del espejo del papa Inocencio de Velázquez; y ambos se miran, precisamente, desde los márgenes de la putrefacción y de la resurrección, de la introspección y de la exaltación.
El gran retratista es un interlocutor situado entre el pasado y el futuro, enfrentado a seres aterrorizados por la fantasmal existencia del tiempo y, de pronto, extrañamente contagiados de una esperanza. El retratado sabe que muere en el lienzo pero, como sus predecesores de El Fayyum, probablemente no puede evitar acogerse a una leve sombra de resurrección.
Quizá sin la radicalidad de estas imágenes del Egipto cristiano, muchos retratos han sido concebidos como una conjura contra la muerte y como una convocatoria de vida futura, aunque fuera a través de los ojos y de la imaginación de sus contempladores venideros. No es fácil evocar el paraíso -y la pobreza descriptiva de la literatura a este respecto lo confirma- pero sí podemos encontrar en la historia del arte una rica variedad de retratos para el paraíso.
Sin embargo, únicamente conozco un retrato para el infierno, un retrato infinitamente repetido en todos los países atrapando a una multitud de hombres. Contrariamente a lo que podría creerse, ese retrato no implica gestos de dolor o sufrimiento, ni tampoco expresiones de tristeza o amargura. Propiamente es un retrato que no implica ningún tipo de gesto o expresión, que son las condiciones de la perdurabilidad, sino la ausencia completa de los mismos.
Es el retrato que anula la vida sin proponer esperanza alguna para el retratado. Éste es disecado, clasificado, archivado para que el futuro contemplador lo observe, con estricta frialdad, como una mera pieza de archivo. Se habrá adivinado ya que el retrato para el infierno, por excelencia, es la ficha policial, modelo supremo de tantas otras fichas administrativas y burocráticas que se han acercado, sin conseguirlo, a su perfección glacial.
Por eso es oportuno que esa obra maestra de la infamia ocupe el lugar de privilegio de una exposición que tiene lugar en la Fundación Tàpies bajo el nombre de Culturas de archivo. Algunas de sus imágenes harían la delicia de aquel Orson Welles que interpretaba tan bien a Kafka en sus películas. Todo poder totalitario ha acariciado el deseo de convertir el mundo en un archivo: ordenar y clasificar es el instrumento adecuado para controlar. El mundo como archivo, y sus habitantes como piezas archivadas, es la pesadilla más temible de la época moderna, que de ninguna manera se ha agotado tras el término de los totalitarismos políticos. Al fin y al cabo, ahora podemos entrar libre e inconscientemente en el archivo universal.
En el corazón más oscuro del archivo se guarda el retrato para el infierno, donde el ser humano deja de serlo para convertirse en un fósil que ni siquiera pueda dibujar en su rostro la huella del temor. No hay mejor imagen de la tiranía absoluta que la de la humanidad reducida a una inmensa ficha policial. Sería la amnesia completa.
La memoria, afortunadamente, nos hace renacer.
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