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El coche

Por cuanto sé, siendo él pequeño, su padre se salió de una curva y ambos rodaron por la cuneta, sin mayores secuelas que algunas contusiones y una memoria salpicada de ansiedad y cristales rotos. Para sacarse el carné de conducir casi agotó su magra cuenta corriente, porque le costaba coger confianza con el volante -confiesa-, y su instructor posponía eternamente el examen asegurando que no estaba preparado. Para el teórico releyó tres o cuatro veces el libro de texto, engolfándose con su prosa de manual de instrucciones hasta deteriorar seriamente su uso del castellano; en el práctico violó señales, erró en las direcciones y estuvo a punto de asesinar a un par de viejecitas que renqueaban por un paso de cebra: el examinador le dio el aprobado al quinto intento, abrumado por el monto de lo que llevaba gastado en la autoescuela. Tuvo tres coches, creo, los dos primeros de segunda mano; con el Ford Fiesta aprendió a cambiar ruedas, filtros y bujías, con el Renault se enteró de lo que eran las perlas en el carburador y las descargas de la batería. Por fin, cuando consiguió un empleo estable en la Administración de la Junta se compró un flamante Opel Corsa al que desmochó el capó al término de la primera semana, al salir de una calle sin ceda el paso. No conozco a nadie que aborrezca más el coche que este pobre amigo mío: aparte de su largo historial de desdichas, se siente inseguro cuando conduce, le abruman los insultos que le llegan desde las ventanillas de los otros vehículos, le espanta la velocidad y la música de la radio a todo volumen le tritura los oídos. Sin embargo, depende de su coche, ese galápago antipático de caparazón blanco, para trabajar, para ir a la compra, para realizar visitas. Cada mañana, pasa veinte minutos en los accesos a la SE-30, aprisionado en vistosos embotellamientos; gira durante media hora por la manzana en que se halla su oficina, buscando hueco entre los coches apiñados en las aceras; termina por abandonar el suyo en una esquina con señalización dudosa, de la que intermitentemente se lo lleva la grúa municipal.Mi amigo recibió con un rostro salpicado de horror y compunción la noticia de la celebración del Día Sin Coche, y se irritó hasta el salvajismo al saber que el centro de Sevilla se cerraría al tráfico. Su relación con su Opel Corsa, me describe, es lo más parecido a una toxicomanía, y a veces hasta envidia la bondad de la heroína: verse desprovisto, aun por un día, de ese apéndice de chapa y cristal que odia, le sume en los más profundos abismos de la indefensión. Me siento con él frente a unas cervezas, tratando de tranquilizarle; le hablo de que tampoco es para tanto, de que debería habituarse a los transportes públicos por el bien de la humanidad y el futuro del medio ambiente, cuyo deterioro no tolera más tubos de escape. Con gesto de derrota, me pregunta si me creo que es tonto: quién no preferiría el transporte público, ahorrarse las letras mensuales, la gasolina que no para de subir, los insultos, atascos, aparcamientos, gorrillas. Pero mucho tienen que mejorar los transportes públicos de Sevilla para abandonar los coches, cuando trasladarse desde Tomares, una de las principales ciudades dormitorio, a Nervión, sale por más de hora y media de autobús. Él odia su coche, pero le es necesario como la insulina de un diabético.

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