Mi barrio
En el número de este mes de Le Monde Diplomatique se dice que tomarse en serio la política estadounidense equivale a una suerte de apostolado, puesto que los partidos y las elecciones son verdaderas máquinas para fabricar impostura democrática. Este sarcasmo me ha hecho evocar los distintos eslóganes con que, en cada campaña electoral, los aspirantes a la presidencia yanqui embaucan a su público. Sin duda el más famoso de todos ellos fue uno que ha pasado al territorio mítico de las coletillas populares, incluso fuera de la lengua inglesa. Me refiero al archiconocido New Deal de Franklin D. Roosevelt, con el que sacó a su país de la gran depresión durante los años treinta. Lo cual no impidió, añado yo, que los EE UU siguieran teniendo decenas de millones de pobres de solemnidad y que hoy, a pesar de la fanfarria, esto siga siendo así. La democracia se asemeja mucho a los anuncios televisivos: pregona las ventajas y calla los inconvenientes.Aquí, en España, las cosas no son muy distintas. En un vibrante artículo inspirado por la interminable escalada criminal de ETA, Antonio Muñoz Molina acaba de hacer en este periódico un elogio sin reservas de nuestro sistema democrático y de las libertades que hoy todos disfrutamos. Leído en dicho contexto, es imposible no estar de acuerdo con él. La convivencia civilizada exige que uno pueda criticar al rey o a las instituciones y que, al mismo tiempo, pasee por la calle sin temor de que alguien le vuele la cabeza. No obstante, si hacemos abstracción del terrorismo (¿es ello posible?), la democracia española pierde mucho lustre y no se diferencia en nada de la estadounidense (o de cualquiera otra de Occidente) cuando se la mira a través del cristal de la realidad cotidiana.
Pero sigamos con gente de EL PAÍS: el martes pasado, Eduardo Haro Tecglen calificaba esta democracia de carnaval y añadía que Zapatero, el flamante líder socialista, se inscribe en la línea trazada por Felipe González: la que establece que el PSOE es ya, y lo seguirá siendo, un partido del único mundo que parece posible: el del capitalismo, en el que dos clanes se van intercambiando el poder de la misma manera que hacen en Washington demócratas y republicanos. Que el PSOE haya entrado en dicha dinámica es una verdadera ironía del destino, pues el invento no lo patentaron los del tío Sam: ¿Es preciso recordar que Pablo Iglesias fundó su partido en el siglo XIX justamente para romper un sainete similar, en el que liberales y conservadores se repartían sucesivamente el pastel como buenos amigos?
Yo, al igual que Le Monde Diplomatique, nunca creí en apostolados. Me centraré por fin en el objetivo último de mi columna: el IX congreso del PSPV-PSOE en Alicante. Hoy es sábado. Escribo voluntariamente estas líneas cuando todavía no se sabe quién dirigirá la sucursal valenciana del hermano mayor, y lo hago así porque en el fondo me importa poco el elegido. Como Haro Tecglen, tampoco espero milagros de ninguno de ellos, porque ya no viven en las calles polvorientas de nuestra niñez, aunque todavía utilicen el lenguaje que aprendimos en sus fábricas y patios de vecinos. Desde que se mudaron a la nueva urbanización no han vuelto por mi barrio, que está en ruinas allí al fondo, a la izquierda.
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