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Reportaje:EDUCACIÓNAULA LIBRE

Notas ingenuas para una utopía educativa

La conjunción de las tecnologías de la información y de la comunicación está envolviendo el mundo rico en una potente red de difusión de contenidos. La irreversible rapidez de los cambios económicos está modificando las relaciones sociales en todos los ámbitos, y no parece que vaya a detenerse ante las puertas de la escuela. La supuesta centralidad del conocimiento como variable directamente productiva, que configura la llamada "economía del conocimiento", pone a las instituciones educativas bajo la incómoda lupa del mercado. Y desde el balcón del mercado se afirma que la escuela está obsoleta y que hay que revisar la función propia de la escuela, la definición, transmisión y legitimación de los conocimientos socialmente considerados relevantes. Y se añade que las reformas educativas sólo afectan a aspectos secundarios de ese orden interno, sin modificar el núcleo duro que protege de las inclemencias externas a las culturas organizativas de las instituciones educativas, sean públicas o privadas. La sentencia es previsible: la escuela es una institución envejecida en una sociedad moderna y en continuo cambio. La sombra de la privatización, del pay per know, es alargada. Una conclusión simplista que conviene al ritmo de los tiempos que corren, con su vacua exaltación del cambio y su pasmo ante la invención tecnológica y la juguetería electrónica. Es cierto, con todo, que es exigible a la educación un esfuerzo de reflexión con el que afrontar el futuro desde sus propios fines y categorías, so pena de acatar los ajenos y de tomar lo nuevo por lo bueno. Cierto es, asimismo, que estamos ante un comprensible retraimiento intelectual entre los docentes, obligados por las inercias cotidianas que impiden alzar la vista de las urgencias y servidumbres de lo inmediato. Por su parte, los Estados andan de rebajas y a poco que pueden se sacuden de encima -en fino, externalizan- sus tradicionales funciones asistenciales y las entregan como ofrenda a los dioses del mercado. La economía campa hoy a sus anchas y avala ese cúmulo de desidias, políticas e individuales, con el lustre elegante del llamado pensamiento único. Malos tiempos para educar cuando reina la prestigiada doctrina posmoderna de la incertidumbre como única certeza admisible. Sin duda, no hay horizontes claros. Pero al menos se puede hacer un ejercicio de conciencia-ficción, aun con riesgo de cometer pecado de ingenuidad. ¿Cómo responder a esa sentencia apresurada y desde dónde recurrirla?La Unesco, ese viejo banco de reserva moral en crisis, ha puesto en circulación, en el llamado informe Delors (1996), el antiguo concepto de "educación permanente", acuñado ya en el lejano informe Faure (1972). Se afirma que la educación debe ser un proceso que dura toda la vida. Forcemos este argumento hasta el límite de su propia lógica y tratemos de imaginar sus riesgos y consecuencias. Según él, la educación no debe ser un tramo definido de tiempo obligatorio en el que demostrar públicamente lo que cada cual vale, sino la posibilidad del cumplimiento cabal de un proyecto formativo, madurado y sazonado según el deseo y la necesidad de cada cual. No hay un único lugar para los itinerarios escolares, ni ritmos obligados. Tampoco tienen sentido los plazos fijos ni los tiempos homogéneos en cuyo transcurso todo sujeto es evaluado irreversiblemente según criterios ajenos. La medida de toda educación debe reposar sobre el deseo de cada sujeto de saber. La individualización intensiva de la educación, su exacta adecuación a cada aprendiz, es más democratizadora que una extensa escuela de masas que sigue excluyendo, aunque ahora por inclusión. La escuela hace lo que puede, pero sigue sancionando las desigualdades preexistentes. Una molesta paradoja. La pirámide con la que se representa el organigrama vertical de los actuales sistemas educativos debería ir transformándose en un plano horizontal, en una especie de manual de uso y disfrute de los recursos formativos de una sociedad en tránsito hacia un orden nuevo de experiencias educativas y de adquisición de destrezas intelectuales y morales. En tal escenario tendrían un papel instrumental muy importante las nuevas tecnologías, pero adscritas a los fines propios de la relación de comunicación educativa. Imaginemos, puestos ya a ello, un complejo mapa de itinerarios formativos, concertados con la sociedad civil, que pudiera asegurar, prioritariamente, la formación de un "capital humano común" mediante una sólida educación básica obligatoria y gratuita de máxima calidad. Para todos, todo lo que un ciudadano debe saber y saber hacer. Lo que supondría en especial una cuidadosa planificación de la discriminación positiva: más para los que parten con desventajas sociales. A partir de esta garantía, un organigrama formativo flexible, que tienda entre formación y empleo puentes de doble dirección, para que el aprendiz vuelva al tiempo de aprender cuando lo precise su ánimo o lo aconseje su proyecto vital. Nada nuevo: la vieja utopía de la educación permanente puesta al día como ciudad educativa. La verdadera escuela pública debería ser capaz de garantizar, a un tiempo y para todos, el saber socialmente considerado como básico, y también de llevar a fondo los proyectos formativos nacidos de la libre reflexividad personal. Lo que implica algo más que aulas y mucho más que información y transmisión de conocimientos. Digámoslo con ingenuidad: supone organizar la comunicación educativa hacia la aspiración de la sabiduría. La reflexión pausada y el dominio de la palabra serían el pilar central sobre el que apoyar la construcción del ciudadano libre, es decir, aquél capaz de reponsabilizarse ante todo de sí mismo. Para construir esa ciudad utópica, la sociedad amuebla su espacio mediante una red sistémica de aprendizajes, de intensidad y niveles diversos, que concretan el pacto educativo.

Pero volvamos a la realidad. Para los sistemas educativos, el futuro ya está aquí y nos urge a un doble compromiso: de reflexión pedagógica y de refundación institucional. Está en juego la continuidad de la escuela pública, es decir, el mantenimiento o la quiebra del principio de igualdad de oportunidades que ha caracterizado a las sociedades democráticas. Es la versión educativa de la tensión entre tradición y cambio. Tensión que ciertamente no se origina ni se resuelve en sí misma, sino en el marco global de la pugna actual entre la política y la economía. Dicho ingenuamente, entre ciudad y mercado.

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