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LA MERCÈ 2000

Barcelona, un lugar para sentirse libres

Antes de que vuestro alcalde me invitara a pronunciar el presente pregón, nunca imaginé que algún día podría gozar de la oportunidad de hablar bajo este techo, y, por eso, hoy es un día emocionante para mí. Es un honor que me hace feliz, aunque no sé si estaré a la altura de las circunstancias. Los americanos son capaces de deshacerse en lágrimas cuando entran en el Capitolio de Washington, mientras que los ingleses tienen un modo más flemático de reaccionar ante su Parlamento, en Westminster, y, que yo sepa, ningún australiano ha llorado nunca en el vestíbulo de la sede de nuestro Gobierno, en Canberra. Podemos hacerlo mucho más cerca de casa, en algún MacDonald's.Pero el Saló del Consell de Cent es otra cosa. Nadie que ame la democracia puede entrar aquí sin sentirse conmovido. Esta sala es el símbolo del impulso democrático más antiguo y profundo de Europa. No os quiero aburrir con lecciones de historia que ya conocéis, pero recuerdo muy bien cuánto me sorprendió saber eso. Los que no somos catalanes tendemos a suponer que la democracia nació a finales del siglo XVIII, fruto del genio político americano. Y así fue, en el ámbito de los gobiernos nacionales. Pero a nivel local, las raíces retroceden a un tiempo mucho más remoto: al año 1274, cuando Barcelona era la ciudad gótica reina del Mediterráneo y Madrid poco más que unas cuantas iglesias y un montón de chozas de barro. En aquel entonces, el principal órgano de gobierno de la ciudad era un grupo de cien personas que no representaba solamente a la nobleza y a los grandes comerciantes: por primera vez en un organismo de ese tipo, artesanos y obreros gozaban de la misma posición que terratenientes y banqueros. El Consell de Cent es el más antiguo órgano protodemocrático. Es, por consiguiente, algo más que una reliquia medieval. Y representa la cuna de una serie de asociaciones relacionadas con las grandes cuestiones de la autodeterminación catalana en particular, y con la independencia cultural en general.

Barcelona posee ciertas cualidades que he adorado desde la primera vez que vine aquí, en los años sesenta, y que eran perceptibles incluso para un extranjero que hablaba poco español y ni una sola palabra de catalán. La primera de ellas es que ha sido siempre una ciudad de los ciudadanos: una ciudad del capital que negocia con la mano de obra, más que de la nobleza que trata a los plebeyos con prepotencia. En lo que a vuestros antepasados respetaba, todo ocurría aquí mediante contrato y no por derecho divino. Ese espíritu, como todos sabéis, lo resumen las palabras "si no, no", del famoso y excepcional juramento de lealtad hecho por catalanes y aragoneses al monarca. "Nosotros, que valemos tanto como vos, juramos ante vos, que no sois mejor que nosotros, que os aceptaremos como rey y soberano siempre y cuando respetéis todas nuestras libertades y leyes, pero si no, no". Incluso hoy que pensamos en la monarquía como en una especie de fósil decorativo y esencialmente inofensivo, estas palabras conservan el tono agudo y conmovedor de la verdad política: hablan de personas que no albergan duda alguna sobre sí mismas. ¿O acaso me emociono demasiado con ellas porque vengo de un país cuyo jefe de Estado es aún Isabel II, la reina de un país extranjero situado a 20.000 kilómetros del nuestro? Vosotros, los catalanes, habéis tenido siempre una habilidad especial para tratar a la realeza con la justa perspectiva. En la fachada de este edificio se encuentra una estatua de un comerciante del siglo XV llamado Joan Fiveller. Su figura fue colocada allí en 1850, en lugar de la de Hércules, como emblema de la fuerza de la ciudad. ¿Por qué? Pues porque en su papel de conseller forzó a la comitiva del primer rey castellano de Cataluña y Aragón a pagar impuestos municipales por el bacalao que comían. ¡Eso es un héroe! ¡Ojalá nosotros hubiéramos podido hacer lo mismo cuando el presidente Clinton y sus mil hombres del servicio secreto vinieron a Australia!

Cuando los catalanes del siglo XIX querían títulos, simplemente iban a Madrid y los compraban: ése es el método democrático. A Barcelona nunca le ha impresionado la mentalidad de hidalgo, la obsesión por las líneas de sangre y la ascendencia, tan ridículas para un extranjero pero que tuvieron un importante papel en el resto de España. No hay en el mundo una iglesia que se declare de la ciudadanía tan claramente y con tanta intensidad como Santa Maria del Mar, y siempre que voy a visitarla, que es muy a menudo, observo las pequeñas tallas de la base del altar y las pequeñas figuras de bronce de los estibadores que aparecen en sus puertas de roble, trabajadores de la Ribera que cargan con sus pesos; en pocas palabras, es una iglesia que recuerda a los hombres que la construyeron. Recuerdo como los catalanes eran fervientes sindicalistas en un tiempo en que la mayoría de los españoles se inclinaba ante el trono, y siento un profundo respeto por la realidad firme y valiente que se expresa en la ciudad.

Cuando vine aquí por primera vez, en los años sesenta, la mayoría de la gente que yo conocía en Nueva York y en Londres creía en el modelo imperial de cultura, es decir, en la existencia, en el mundo de la pintura, la arquitectura y demás, de un centro monopolizador de la energía y la invención y distribuidor de las mismas hacia las provincias. El centro y la periferia. Un centro que se nutre de las nuevas proteínas de talento que llegan continuamente de los alrededores y que ratifica a su vez ese talento. Aquello que el centro no se digna a ratificar es provinciano. Puede ser más o menos interesante, pero en cualquier caso poco importante. (...)

Esto es una interpretación muy simplista, pero ilustra con bastante precisión cuál era la impresión de la gente respecto a esos condensadores culturales. La idea de un estilo internacional, creado en el centro pero aplicable en cualquier lugar, se había extendido por todas partes. Se trataba de una versión cultural benévola de aquella otra idea de economía transnacional que suscita hoy día un apasionado debate y una crítica feroz. El imperialismo crea provincianismo. El provincianismo surge cuando la gente empieza a pensar que lo que ellos hacen, las imágenes que encuentran para describirse a sí mismos, son de un valor incalculable, hasta que son juzgadas por personas ajenas a su cultura.

La angustia del provincianismo consiste en plantearse constantemente cuestiones como "¿es esta novela / obra de teatro / sinfonía / pintura realmente buena?", mientras que uno está a la vez condenado a no encontrar una respuesta fiable a su medida. El remedio a esa angustia consiste en comprender y afirmar que las culturas que tenemos a nuestro alrededor no son solamente una, sino muchas, y que aquello que significa poco para uno puede significar mucho para otro.

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Todo gran arte es en sus raíces local. Viene de sitios específicos y sus méritos yacen en su autenticidad como experiencia concreta, nunca en la conformidad con algún supuesto estándar internacional.

Eso lo intuía yo ya cuando era joven, pero Barcelona me lo confirmó y me permitió proceder en consecuencia como escritor. Barcelona fue uno de los lugares que me hicieron sentir libre para creer en mi propia experiencia.

La gran deuda que tengo con esta ciudad es que me salvó, a mí, un australiano provinciano, de creer demasiado en una cultura internacional y, por lo tanto, de condenarme a mí mismo a un permanente sentimiento de inferioridad cultural, de marginalidad.

Esto debe de sonar muy extraño dicho de un lugar en el que no he vivido nunca, cuya lengua no hablaba en aquel momento y que ahora puedo sólo leer, y cuya cultura conocía tan poco. ¿Cómo un sitio así pudo infundir, a una persona como yo, confianza como escritor?

Os lo explico.La primera vez que vine aquí fue en 1966. En aquel entonces yo vivía en Londres, donde acababa de conocer al hombre que ahora, 35 años más tarde, es el amigo que hace más años que conozco de todos los que aún viven, y mucho más querido que cualquiera de mis hermanos, puesto que vengo de una retorcida familia colonial irlandesa la mayoría de cuyos miembros se odian los unos a los otros como escorpiones en un hoyo. Ese hombre era el escultor Xavier Corberó.

¿Cómo hemos podido acumular esas décadas, recorrer ese largo camino, Xavier? Sería un milagro que fuésemos aún jóvenes. Aunque, según el comentario que le oí hacer a un escéptico sacerdote católico sobre la piadosa orgía de beatificaciones y canonizaciones que se permite de vez en cuando el Papa polaco, "un milagro que es real vale por dos milagros". El milagro es que, teniendo en cuenta nuestro comportamiento de jóvenes en la Barcelona de los años sesenta, Corberó y yo estemos, al menos por el momento, vivos.

En aquel momento era más fácil imaginarse muerto que con 60 años, y yo no sabía más de Barcelona que lo que sabía de la Atlántida. (...)

Cuando empecé a venir a Barcelona, hace 35 años, los vínculos entre presente y pasado me parecieron, por su contraste, muy perceptibles en su tejido. Creaban una textura admirablemente rica. Parte del éxito de la Barcelona de los últimos años ha sido incrementar esa riqueza, hacerla más explícita.

Barcelona ha experimentado tres grandes espasmos constructivos, separados por largas depresiones durante las cuales se hizo muy poco.

El primero fue durante la Edad Media y creó Ciutat Vella. Ese proceso fue financiado mayoritariamente por la Iglesia y los consejos ciudadanos.

El segundo tuvo lugar entre 1870 y 1910 y produjo el plan y los contenidos de la nueva ciudad, el Eixample, financiado en su mayor parte con capital privado.

El tercero se produjo después de 1975 y fue llevado a cabo con dinero público. Su éxito fue perfilar y hacer más visibles las primeras dos ciudades y crear, a la vez, lo que viene a ser una nueva infraestructura dinámica. La juzgamos, no por el nivel del edificio aislado -si bien ha habido algunos muy remarcables construidos en los últimos 25 años-, sino por el funcionamiento de la ciudad como organismo más o menos racional. No simplemente como atracción turística -aunque sin duda lo es-, sino como un lugar más humano y habitable para todos sus ciudadanos. Esta tercera Barcelona, a mi entender, es el más destacado ejemplo, a escala internacional, de lo que se puede hacer por el tejido de una ciudad gracias a la intersección de dinero público e imaginación individual. Y contrasta radicalmente con el tipo de razonamiento simbólico y superficial que nos ha dado vacuas idioteces como el Millenium Dome de Londres -ese monumento que tanto encaja con la política de Tony Blair, una enorme vejiga de aire tibio-. Durante todo el tiempo en que los conservadores americanos hacían todo lo posible por eliminar el gasto público en cultura, por suprimir todas las subvenciones a la radio y la televisión públicas, al teatro, a la restauración del patrimonio arquitectónico, al cine y la pintura y a todo lo que integra el sector de la cultura; mientras se producían, en definitiva, esos actos de autocastración ignorante a fin de que con la suma total del dinero ahorrado para el contribuyente americano se pudiera comprar tan sólo medio helicóptero, pensé en lo que había sido hecho en Barcelona por hombres y mujeres de buena voluntad. Por gente que sabía que, digan lo que digan los conservadores catalanes sobre el ser autèntic del mundo rural catalán, sea cual sea la nostalgia de cada uno por el folclor y la botifarra y la llar de foc en la casa pairal, esas cosas son fundamentalmente sueños. Bien, la botifarra tal vez no. Sabemos, de todos modos, que los catalanes son tan proclives a la enyorança que pueden sentir esa exaltada emoción por cosas que nunca han abandonado, o por otras de las cuales sólo han oído hablar. Pero también sabemos que durante el pasado siglo y medio, desde que se inició el modernismo, la ciudad, y no el país, ha sido el gran motor y condensador de cultura, y así es como Barcelona ha servido no sólo a Cataluña, sino a toda España -cuando España ha estado dispuesta a escuchar-. La cultura, siempre crítica consigo misma, siempre en debate consigo misma, no es sólo la mantequilla sobre el pan de la vida, sino que es el pan mismo. Eso siempre ha sido reconocido como un hecho en Barcelona, y ésa es otra de las razones por las cuales le tengo tanto cariño a vuestra incomparable ciudad.

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