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Invitación urgente a la concordia

Antonio Muñoz Molina

La tragedia del terrorismo no sería tan sangrienta y desoladora ni duraría tanto entre nosotros si no fuera por la desgracia cívica y la impotencia política que le impiden al sistema democrático español disponer de una fuerza recta y abrumadora que lo defienda de sus enemigos y le permita garantizar las libertades básicas de la ciudadanía, entre ellas la libertad suprema de vivir. La desgracia cívica a la que me refiero es muy fácil de explicar, aunque no observo que se lamente mucho, y ni siquiera que se diagnostique en sus claros términos: nuestra incapacidad de ponernos de acuerdo en unos cuantos principios básicos, de ser leales de corazón al sistema que por primera vez en nuestra historia nos ha permitido, a todos, vivir en libertad y con perspectivas razonables de progreso, expresar nuestras ideas y perseguir pacíficamente nuestros intereses, ocupar un lugar de igualdad entre los ciudadanos de Europa y mirar hacia el mundo con la certidumbre de que poseemos lo que para otros, la inmensa mayoría de la Humanidad, son sueños imposibles.Cualquier adulto con algo de conciencia ha experimentado en su propia vida el gran salto español de un mundo a otro, de la pobreza y el atraso a la prosperidad, de la tiranía oscurantista a la democracia, del aislamiento a la gozosa posibilidad de atravesar las fronteras de Europa sin tener que mostrar ni un documento ni responder a ninguna pregunta. La Constitución de 1978, aparte de consagrar las libertades individuales por las que venían luchando las mejores inteligencias españolas desde 1812, garantiza también, y ha venido amparando durante veintidós años, la autonomía de los territorios que apenas pudieron ejercerla durante nuestro último episodio democrático, la II República. Una generación entera, en Cataluña, en el País Vasco, en Galicia, ha sido educada en escuelas regidas por gobiernos autónomos. Una generación entera ha nacido en la democracia y no tiene ningún recuerdo ni de la tiranía ni del atraso, y si es verdad que perduran hondas injusticias y desigualdades sociales, también lo es que nunca, nunca jamás, en toda nuestra historia -en la historia real, y no en las leyendas de paraísos originarios y agravios inmemoriales que se alientan ahora- tantas personas han tenido pleno acceso a los bienes más valiosos de la civilización, los que sostienen el impulso igualitario, la escuela y la sanidad.

Y sin embargo nadie, ni en privado ni en público, parece que agradezca tantos beneficios, ni que tenga conciencia de su valor y de su calidad única, de su fragilidad, de la importancia de conservar y defender el sistema común a todos que los hace posibles, y que no habría durado tanto de no haber sido porque en los peores trances surgió un empuje de unidad democrática que nos salvó al filo del desastre. Nadie recuerda lo difícil que fue establecer la democracia, en medio de una crisis económica, bajo el doble asedio del terrorismo y el golpismo, que se enconaban criminalmente entre sí, lo cerca que estuvimos muchas veces de perderlo todo y de volver a los tiempos negros de la tiranía. Pero en dos momentos claves, en 1977 y en 1981, los dirigentes políticos tuvieron la prudencia y el talento necesarios para alcanzar un acuerdo más sólido que cualquier diferencia, para poner por encima de todo lo que en otros tiempos menos cínicos se llamaba el bien común: los pactos de La Moncloa, en 1977, permitieron la estabilidad básica que hizo posible no sólo que llegara a existir la Constitución, sino que el país no se hundiera en el desastre económico. Y después del 23 de febrero de 1981 surgió una marea ingente de concordia civil que llenó las ciudades del país de multitudes puestas en pie por la defensa de la democracia que unos cuantos golpistas lunáticos, apoyados por la reacción más negra, y excitados por la saña de los terroristas, habían estado a punto de aniquilar, para sustituirla sin duda por una tiranía militar tan sanguinaria como las que afligían entonces a la mayor parte de Hispanoamérica. Los golpistas de febrero del 81, como los de julio del 36, no eran siniestros españoles obsesionados por la eliminación de las libertades vascas o catalanas: querían acabar con el sistema político de la democracia y con las libertades de todos, y no porque fueran españoles, y por lo tanto congénitamente centralistas y reaccionarios, sino porque eran fascistas.

Por fortuna para nosotros, una de las principales diferencias entre el 36 y el 81 fue que esta vez la unidad democrática en defensa del sistema tuvo más fuerza que la disgregación insolidaria y el instinto cainita. Sin la ayuda de Hitler y de Mussolini y la indiferencia miserable de las democracias, Franco tal vez no habría ganado la guerra civil, pero es seguro que le habría costado mucho más, y hasta que su conato de golpe de Estado no hubiera encendido la espoleta de la guerra, si las fuerzas políticas y las instituciones de la República se hubieran empeñado en una unidad inquebrantable frente al enemigo común. Pero la agresión contra el sistema, en lugar de dejar en suspenso las diferencias, fue aprovechada insensatamente por muchos para acrecentarlas, y cada partido y sindicato se puso, de manera literal, a hacer la guerra por su cuenta: los dirigentes del Gobierno vasco y la Generalitat de Cataluña supusieron con ceguera suicida que el asalto contra el Estado era una oportunidad para emanciparse de él, igual que los anarquistas creyeron llegada la hora de la implantación del comunismo libertario, y el PSOE había antepuesto sus querellas interiores al fortalecimiento del Gobierno del Frente Popular. En la disgregación de esos tiempos el aficionado a la Historia encuentra como una resonancia lejana de la saña autodestructiva con la que el Califato de Córdoba, a principios del siglo XI, se descompuso en la maraña de los reinos de taifas, sin otra consecuencia que el avance por el norte de los ejércitos cristianos y la invasión por el sur de almohades y almorávides poseídos de una furia guerrera y un fanatismo religioso que fueron la ruina de la más bien templada civilización omeya.

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Pero no hay que irse tan lejos. Una de las lecciones más amargas de la guerra civil es que la ruina del Estado democrático trae consigo el hundimiento de todos los que eran amparados por él y tenían el deber de defenderlo. Tampoco la República de Weimar hubiera sucumbido tan fácilmente al

nazismo si los que encarnaban sus instituciones hubieran tenido la decencia y el coraje de salvaguardarlas, si los gobernantes, los jueces, los policías, los empleados públicos, hubieran hecho algo por cumplir con su deber, por defender el sistema del que emanaban sus prerrogativas y del que procedían sus sueldos.

De las libertades de Weimar todos sacaban provecho, especialmente sus enemigos, y en la Europa de ese tiempo no hubo país en el que progresara tanto la legislación social, a pesar del azote de la crisis más grave del siglo. Pero, salvo los socialdemócratas y los militantes de los partidos de centro que solían formar sus gobiernos, nadie sentía gratitud ni lealtad hacia el sistema, nadie consideraba que mereciera algo del entusiasmo que sin embargo se entregaba tan fervorosamente a las ideologías totalitarias.

La República de Weimar duró menos de catorce años. La española, que tanta inspiración le debía, apenas duró seis años en paz. Hace 23 años que se promulgó en España una amnistía para todos los crímenes políticos, y 22 que se aprobó la Constitución, y 20 que en Cataluña y en el País Vasco hay gobiernos y parlamentos con un grado de autonomía inigualado por los territorios de ningún Estado federal. Pero el terrorismo sigue matando con la misma saña que entonces, y el Estado que debería tener la fortaleza y la estabilidad de la que carecía en esos años no parece mucho menos impotente que entonces para perseguir a los delincuentes y garantizar las vidas y las libertades de sus ciudadanos (y cuando digo el Estado no me refiero sólo al Gobierno central, sino a todas las instituciones legítimas). Si es doloroso y trágico el espectáculo del crimen, la desolación no tiene límite ni alivio posible cuando se asiste a la impotencia y a la discordia política, al cinismo y al encanallamiento civil.

Una generación ha nacido y crecido ya en la democracia, pero no parece que se haya hecho mucho por educarla en los valores democráticos, por enseñarle lo difícil que fue lograr lo que ahora parece normal, e incluso desdeñable. Como se preguntaba hace poco Joaquina Prades en un reportaje ejemplar y escalofriante de este periódico, ¿qué les han enseñado en sus casas y en sus escuelas, en la televisión que miran y en los libros que leen, a esos jóvenes vascos que jalean los crímenes como si fueras gestas patrióticas o deportivas y salen cada noche de fin de semana a sembrar el miedo y la destrucción en las calles, que son capaces de presenciar con una frialdad tan inhumana el dolor y el derramamiento de la sangre de las víctimas? Pero en todas partes, no sólo en el País Vasco, se ha preferido inculcar diferencias sin el equilibrio necesario y real de los puntos de acuerdo, exagerar lo que separa y descuidar o borrar lo que une, inocular el orgullo del origen y la tierra frente a la racionalidad de la ciudadanía, celebrar lo que se supone primigenio e innato y no lo que se adquiere mediante el aprendizaje y el acuerdo.

Ningún partido político se ha salvado de esa claudicación: todos en algún momento han querido sacar provecho del agravio comparativo, de la apelación a los instintos locales más cerriles, a los impulsos más fáciles de calentar, que no son precisamente los mejores. Casi nadie, ni en la derecha ni en la izquierda, ha querido quedarse atrás, ser menos nacionalista que los nacionalistas. Para sacarle ventaja a la UCD de entonces, el Partido Socialista se convirtió de la noche a la mañana al nacionalismo andaluz en 1980, del mismo modo que el PP se hizo nacionalista valenciano para obtener provecho del anticatalanismo, igual que la ya fantasmal Izquierda Unida se apuntó a todas las autodeterminaciones posibles buscando en vano los favores de electorados radicales que o no existían o que reservaban su lealtad para opciones políticas de más indudable arraigo vernáculo.

Mucho cuidado: no estoy defendiendo la uniformidad ni el centralismo, sino la Constitución, que es precisamente la que reconoce y garantiza el ejercicio de la singularidad personal de cada uno y la autonomía política de las comunidades. El daño no está en el apego a lo que uno tiene cerca, ni siquiera en ese narcisismo de lo propio que parece inseparable de la visión nacionalista del mundo. Lo que mina el sistema es la negación de la solidaridad cívica, el desapego o la negación de los rasgos comunes, que de ninguna manera son incompatibles con la pluralidad de las lenguas y hasta de los modos de vida, del mismo modo que las leyes que nos aluden a todos no entorpecen el ejercicio de la soberanía individual de cada uno, sino que lo garantizan. El gran impulso que echó a las calles a millones de personas en toda España después del asesinato de Miguel Ángel Blanco fue justo la afirmación de esos valores supremos que nos unen a todos, separándonos tan sólo, con una frontera tan infranqueable como la que hay entre la muerte y la vida o entre la tiranía de la libertad, de quienes aceptan el crimen y son capaces, por fanatismo o frío cálculo político, de negarle la humanidad a un semejante. Pero las más ingentes movilizaciones civiles no son nada si no hay canales políticos que sedimenten su empuje, y aquella gran sublevación popular tomó demasiado por sorpresa a quienes no consideraban oportuna la derrota de los asesinos, y también a un cierto número de carcamales de la izquierda fósil que no han perdido la fascinación juvenil por el extremismo y el pistolerismo político, y que son incapaces todavía de aceptar que el Partido Popular es, cuando menos, tan democrático como ellos, y que en una crisis tan grave la defensa de las instituciones y de las vidas humanas es un vínculo de fraternidad que debe ponerse por encima de las divergencias políticas.

Como la república de Weimar, el sistema democrático español padece de una anemia civil que lo vuelve más vulnerable a las agresiones de sus enemigos. Las leyes, y es justo que sea así, aseguran el respeto escrupuloso a los derechos del terrorista detenido, pero no defienden con eficacia al ciudadano que ha sido su víctima. El escándalo permanente del crimen no es más vejatorio para la democracia que la chulería y la impunidad con que se celebra el terror. No puedo olvidarme de la imagen de esa mujer de un cargo socialista que le suplica a uno de los desalmados que actúan como portavoces de los pistoleros que no maten a su marido. Cuando los pistoleros son declarados hijos predilectos y los concejales tienen que esconderse, cuando los delincuentes actúan a cara descubierta y los policías tienen que taparse la cara, cuando los vándalos se pasean y actúan con toda impunidad y los ciudadanos decentes están muertos de miedo, cuando pertenecer a un partido no nacionalista es jugarse la vida, entonces el orden democrático simplemente no existe, y la tarea más urgente es restablecerlo.

Las leyes de una democracia están para obedecerlas, y no es más progresista quien no se atreve o no quiere aplicarlas, sino más irresponsable, y al no cumplirlas está conspirando a favor de los que aspiran a derribar el sistema. Es el Gobierno el que tiene que hacer que se cumplan las leyes, pero en una emergencia como la que estamos atravesando no basta la fortaleza de un solo partido, por muy limpia y mayoritariamente que haya ganado las elecciones. Cuando una democracia se enfrenta a una sanguinaria agresión es preciso un acuerdo unánime de quienes representan a la ciudadanía amenazada. Ya no podemos seguir con las manifestaciones en silencio, con la espera inerte a que nos sigan matando, con la aceptación de un estado de cosas que sería inaudito en cualquier país civilizado, y que aquí ha llegado a ser una especie de depravada normalidad. Las fuerzas constitucionales tienen que dar el ejemplo de una unión sin fisuras, de una defensa valerosa y no acomplejada de las cosas fundamentales que tenemos en común, el respeto a la vida humana por encima de todas, la negación absoluta de cualquier proximidad con quienes la arrebatan y con quienes celebran o simplemente aceptan la muerte como argumento político. Y en cada ciudadano tiene que darse una sublevación íntima de coraje y concordia, no sólo por compasión y solidaridad hacia las víctimas, sino por un instinto de defensa propia, porque ahora mismo nadie con dignidad está a salvo del disparo o del azar de una explosión en medio de una calle. Si hubo un acuerdo en tiempos aún más oscuros que éstos, en 1978 y 1981, no es imposible restablecerlo ahora. Mañana, sábado 23 de septiembre, hay que lanzarse a la calle en San Sebastián con el mismo brío inquebrantable y unitario con el que salíamos en los años más difíciles de la transición a vindicar las libertades y a ejercerlas en la práctica antes de que las leyes nos las reconocieran. Ha de quedar bien claro, para no dar ocasión a malentendidos ni victimismos, que nos alzamos en paz no contra los nacionalistas o los partidarios de la independencia, sino contra los criminales y contra los defensores del totalitarismo y la barbarie. Y también hará falta que los partidos democráticos estén a la altura de esta gran revuelta civil y no pierdan de nuevo vergonzosamente la ocasión de convertirla en el impulso político que hace falta para que la libertad y la ley se restablezcan, para que alguien pueda ser concejal del PP o del PSOE sin necesidad de heroísmo, para que cualquiera pueda salir de casa a comprar el periódico o tomar un café sin miedo a un disparo en la cabeza.

Antonio Muñoz Molina es escritor.

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