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Por el fin de la inocencia

Mariano Fernández Enguita

La lectura del reciente artículo de Juan Aranzadi en estas páginas (Conmigo o contra mí, 6 de septiembre de 2000) deja, a mi juicio, un sabor agridulce, impresiones contradictorias y la duda de si el razonamiento que presenta es parte de la solución o parte del problema. Vayan por delante mi admiración y mi apoyo incondicionales hacia quien ha mantenido y mantiene una actitud de coraje cívico, político e intelectual en circunstancias especialmente difíciles y en un medio en que tal conducta no abunda. Pero me parece necesario, si no urgente, señalar que, en mi opinión, una parte de sus argumentos, en gran medida compartidos desde bandos muy distintos, perjudica tanto como ayuda a la necesaria clarificación de actitudes ante el terrorismo nacionalista, sus socios estables y sus compañeros de viaje.La primera parte del razonamiento del profesor Aranzadi es impecable y, sin duda, tremendamente oportuna. El dilema (o ultimátum) "con ETA o con la Constitución y el Estatuto de Gernika" esconde, dice, una doble falacia: que para oponerse al terrorismo haya que ser demócrata y que para ser demócrata haya que aceptar esta Constitución y este Estatuto. Efectivamente, no cabe negar el pan y la sal, ni mucho menos el espacio político, a los no demócratas pacíficos ni a los independentistas demócratas, por ejemplo, aunque no se compartan sus posiciones.

Pero, en la segunda mitad del artículo, sorprende leer que "es absolutamente deshonesto descalificar Lizarra como un pacto con asesinos", o que el PNV "se limitó a dejar que pasara a primer plano su lado soberanista". El pacto con HB-ETA no debe ser descalificado porque se hizo "para que dejaran de matar", y el apego que el nacionalismo democrático sigue profesándole no sería sino un legítimo, razonable y hasta saludable intento de "capitalización de la derrota política de HB y del miedo de ETA a su derrota policial". No demonicemos al PNV, sepamos apreciar su profesión de fe democrática, dejemos que siga su búsqueda del pacto con el entorno etarra y, si es el único que puede lograr que ETA deje de matar y que HB se incorpore a las instituciones, adelante, pues bien está lo que bien acaba.

Esta argumentación me parece insostenible tanto en un plano inmediato, ya que da pábulo a la actual estrategia etarra, como en un sentido más profundo, pues pone en cuestión los fundamentos mismos de una sociedad civilizada, libre y justa. En el plano puramente estratégico, o táctico, Aranzadi parte de que, puesto que ETA ha de ser consciente de que no puede derrotar militarmente al Estado y de que el terrorismo pierde apoyo, resulta oportuno ofrecerle una salida que acelere su abandono de las armas en vez de arrostrar un innecesario reguero de asesinatos. Por otra parte, nada hay de ilegítimo en que los nacionalistas se unan en el pacto de Estella-Lizarra para defender juntos la soberanía y/o la independencia, siempre que sea por métodos pacíficos y democráticos. Aquí hay dos errores básicos en la descripción misma: el primero reside en que Estella-Lizarra no fue simplemente un pacto entre los nacionalistas (PNV, EA y HB-EE, con el impagable añadido de IU, revelador del alcance del problema), sino entre éstos y ETA; el segundo, en que tampoco fue una simple unión de todo el nacionalismo y algún seudoizquierdismo para hacer juntos lo que ya podían hacer por separado, sino un intercambio de radicalización independentista ("en los fines") por moderación democrática ("en los medios"). Algo así como la versión vasca de la estrategia de paz en Oriente Próximo: paz por territorios, o renuncia al terrorismo a cambio del lanzamiento del "ámbito vasco de decisión", ese pastiche que abarcaría desde las elecciones autonómicas hasta la Asamblea transautonómica y transnacional de municipios y, a la menor ocasión, un referéndum sobre la independencia. Pero que ETA no pueda derrotar militarmente al Estado no quiere decir que no pueda conseguir objetivos políticos por medios militares, y esto es algo que saben bien ETA y HB, alimentan PNV y EA (prescindamos ya de IU) y olvida Aranzadi. Ver en Estella-Lizarra la incorporación del nacionalismo radical a la vía pacífica y democrática es como creer que, al entregar la bolsa al ladrón que amenaza nuestra vida (pero que también afronta nuestra respuesta o la pena criminal), lo traemos al redil del amor al prójimo.

En mi opinión, salvo que se esté dispuesto a regalarles la independencia de Euskadi imponiéndosela a una mayoría que no la ha pedido, no hay nada, ni grande ni pequeño, que se pueda negociar con ETA y su entorno, excepto los términos de su rendición. Cualquier esperanza de negociación, sobre lo que sea, no hace sino alimentar la convicción de ETA y su entorno de que la lucha paga. Las únicas perspectivas del terrorista deberían ser pudrirse en la cárcel, morir en el intento o arrastrar el resto de su vida la conciencia de la inutilidad y la inmoralidad de sus crímenes. Pero, si el Estado parece que dejó claro hace ya tiempo que ETA no obtendría así sus fines políticos últimos, actitudes como la de Estella-Lizarra, las críticas al Gobierno por su inmovilismo durante la tregua, los pronunciamientos de personajes inesperados sobre la necesidad de negociar y, sobre todo, la permanente ambigüedad del PNV, no hacen sino proclamar que sí cabe conseguir, en cambio, algunos fines intermedios, desde la radicalización independentista de los otros hasta la reagrupación de los presos; y, por tanto, no hacen sino dar fuelle al terrorismo. El precio de Estella-Lizarra es ése: que ETA ha recuperado, además del aliento, la convicción de que puede conseguir algo por las armas, aunque sólo sea por dejarlas después de haber hecho correr tanta sangre.

Pero el problema, creo, es más de fondo que un conjunto de consideraciones estratégicas y, por ello, a fin de cuentas, instrumentales. El problema es la recurrente consideración de que ETA y su entorno defienden unos fines legítimos por medios ilegítimos, lo cual explicaría y justificaría el acercamiento a ella de quienes comparten aquéllos, pero no éstos: "Cierto que Lizarra representa que ETA y el PNV comparten sus fines. Pero quienes, sin la más mínima simpatía por esos fines, creemos que el problema fundamental son los medios (es decir, la muerte como instrumento político) nos preguntamos en virtud de qué se niega al PNV el diálogo y la legitimidad para incorporarse a un 'bloque democrático' contra ETA". Otros, con más cinismo, podrían añadir, como Boulay de la Meurthe, que cada nuevo asesinato etarra "es peor que un crimen, es un error" (es lo que viene a hacer EA cuando repite que ETA perjudica al nacionalismo); o, con más candidez, podrían asombrarse, como Gabriel Jackson (EL PAÍS, 25 de enero de 2000), de que personas "por lo demás decentes" maten una y otra vez creyendo "que sirven a una buena causa".

Parece que incluso a los adversarios más sinceros de la violencia les costara admitir que la convivencia pacífica entre las personas no es simplemente un medio mejor que otros de alcanzar cual-

quier fin político, sino un fin en sí mismo, y un fin de orden superior. Se trata de una confusión parecida -pero más grave- a la que, no hace mucho, llevó a tanta gente a pensar que se podría y se debería sacrificar la libertad política a la igualdad económica (la dictadura del proletariado como vía al comunismo), lo que les condenó a perder ambas. En Una teoría de la justicia, John Rawls, el más brillante representante del liberalismo bien entendido, define la sociedad justa por dos principios que pueden identificarse, respectivamente, con la libertad (todos deben tener unos derechos y libertades básicos) y la igualdad; este último, a su vez, subdividido en una especie de máximin distributivo (las instituciones desiguales sólo son aceptables si con ellas mejora la posición de todos y, en particular, de los peor situados) y la igualdad de oportunidades (todas las posiciones deben estar abiertas a todos). No voy detenerme aquí en cada uno de ellos, harto discutibles, pero sí quiero subrayar la forma en que propone relacionarlos, lo que denomina un orden lexicográfico consecutivo: "Éste es un orden que nos exige satisfacer el primer principio en la serie antes de que podamos pasar al segundo, el segundo antes de que consideremos el tercero, y así sucesivamente. Ningún principio puede intervenir a menos que los colocados previamente hayan sido satisfechos o que no sean aplicables".

Al orden propuesto, que podría denominarse, menos esotéricamente, una escala de valores, le falta algo que en el contexto norteamericano puede parecer innecesario por obvio, pero entre nosotros se echa en falta como el agua en el desierto: antes incluso que los derechos y libertades políticas, y por encima de ellos, está el derecho a la vida, a no ser asesinado ni víctima de ningún tipo de violencia física. Esta escala de valores es el fundamento de la convivencia humana, que ha de ser pacífica, libre e igualitaria, en ese orden y no en ningún otro. La renuncia a la violencia sobre las personas (paz, desmilitarización, civilización), la regulación libre y democrática de las relaciones entre ellas (libertad, democracia) y una distribución equitativa de los recursos con que satisfacer sus necesidades (igualdad, equidad, justicia distributiva) son los grados sucesivos de la convivencia.

Las dictaduras populistas y comunistas ofrecían igualdad a cambio de libertad y dejaron a todos sin una ni otra. ETA y HB-EE ofrecen, con el aplauso o la comprensión de algún que otro sicofante, lo que ellos consideran libertad (nacional) a cambio de vida. En ambos casos se sacrifica un bien superior en el altar de otro inferior. De momento, el resultado es que, mientras un puñado de iluminados nacionalistas (abertzales o demócratas) especulan sobre las libertades nacionales y los derechos colectivos, el común de los vascos de carne y hueso (lo sean por ius sanguinem o por ius soli) ha perdido ya las más elementales libertades: circular por la calle o expresar sus opiniones sin miedo, como tan bien ha explicado Enrique Echeburúa (Terrorismo, miedo y vida cotidiana, EL PAÍS, 11 de septiembre de 2000). En el delirio extremo se puede proponer cambiar justicia económica por vida, como cuando los GRAPO atentan, arriesgando vidas humanas, contra las agencias de empleo o las empresas de trabajo temporal.

En todos y cada uno de estos casos, y en otros similares, el problema no está en una elección errónea de los medios, ilegítimos, para conseguir unos fines legítimos, sino en la reducción a medios de lo que son fines prioritarios, con la consiguiente subversión de la escala de valores en que ha de basarse cualquier forma de sociedad, sea vasca o española, socialista o capitalista, parlamentaria o autoritaria. Lo que cabe exigir al nacionalismo democrático, y al pueblo vasco en general, no es que elijan entre la violencia y el Estatuto, ya que una y otro son inconmensurables, sino que dejen de buscar y que rechacen cualesquiera transacciones entre el plano del respeto a la vida y el plano de la organización de la libertad, rompiendo definitivamente con quienes, en el primero, se sitúan del lado de la violencia y la muerte. La defensa de la vida es incondicional, y, por tanto, quien no la haga suya se sitúa en otro bando.

Quizá la mejor expresión del equívoco al que me refiero esté en otro pasaje del artículo de Juan Aranzadi: aquel que afirma la imposibilidad de la equidistancia entre los bandos por "la superioridad moral de un Estado que ha abolido la pena de muerte sobre una 'organización armada' que mata a quien se le antoja". En sentido estricto, no tengo nada que objetar a lo que aquí se dice, pero sí a lo que no se dice, pues ese silencio (del que en realidad no sé si participa o no el autor, pero lo hace otra mucha gente) es la mejor expresión de lo que podríamos llamar la edad de la inocencia, o, si no se quiere ser tan amable, del papanatismo de la izquierda frente a ETA (que, para ser sincero, yo también he padecido). No sólo el Estado que ha abolido la pena capital, sino también el que la mantiene frente al asesinato por cualesquiera motivos, y hasta el terrorismo de Estado, son moralmente superiores al terrorismo actual de ETA. Salvo quien piense que, así como el cristiano debe poner la otra mejilla, el demócrata o el pacifista deben dejarse matar, se convendrá en que lo único que justifica la muerte del otro es la legítima defensa. Los problemas de la pena de muerte son muchos (dudas sobre su efectividad disuasoria, condicionamiento del valor absoluto de la vida como bien a proteger, carácter de venganza, irreversibilidad en caso de error), pero, aun así, puede concebirse como una medida de autodefensa por la que la sociedad intenta evitar que el criminal repita su acción, disuadir de antemano a otros criminales en potencia y disuadir al propio criminal antes de su acto al anticiparle las peores consecuencias. Por más que puedan repetir el argumento sus detractores, la sociedad no se pone con ella a la altura del criminal, sino que se mantiene muy por encima.

Lo único moralmente a la altura de la actual ETA es el franquismo, en la medida en que, como ella, era capaz de arrebatar la vida a sus adversarios políticos sin que éstos hubieran recurrido a la violencia (mediante ejecuciones, torturas, disparos contra manifestaciones). Sólo frente a aquel Estado unilateralmente terrorista tenía sentido la respuesta etarra. El equivalente a la tan celebrada ETA de antaño, que acabó con el torturador Manzanas o hizo volar al alevín de dictador Carrero, fueron, por cierto, los GAL: la respuesta sangrienta a una ETA que ya había perdido cualquier posible justificación. Pero tanto en la ETA antifranquista heroica como en los GAL vemos ya el problema: de aquellos polvos, estos lodos, pues pronto los medios -es decir, los fines superiores sacrificados- terminan dominando todo el proceso. Gandhi y Mandela pusieron en pie hermosos proyectos de convivencia y democracia en las condiciones más adversas porque, aun en ellas, supieron mantener no sólo los valores de la vida, la libertad y la igualdad, sino la prioridad entre ellos. En el extremo opuesto, los GAL y ETA producen en masa Amedos y Pakitos, unas figuras entre las que no logro ver la más mínima diferencia, como tampoco la veo entre los skinheads filonazis que atacan a los extranjeros o a los hinchas contrarios y los jovencitos abertzales que acosan a los no nacionalistas: camadas criminales para la sociedad, por muy legales o muy majos que puedan ser entre ellos mismos.

A pesar del tópico, la violencia del oprimido no es esencialmente distinta de la violencia del opresor, salvo que éste sea en sí mismo violento, auténticamente violento. Pero entonces esa distinción se convierte en otra: legítima defensa frente a violencia agresiva, que es algo bien diferente. Cualquier parecido entre esto y el contencioso sobre el Estatuto, la Constitución o la independencia es no pura coincidencia, sino pura paranoia, y por eso la alternativa al terrorismo sólo puede estar en la ruptura inequívoca con quienes lo amparan y en la eficacia policial.

Mariano Fernández Enguita, actualmente en la London School of Economics, es catedrático de Sociología en la Universidad de Salamanca.

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