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Universidades, empresas y falacias rectorales

Una dificultad que se plantea a quien escribe artículos breves sobre problemas universitarios es acotar el tema; las deficiencias de la universidad española son tan numerosas y están todas tan interrelacionadas que parece uno pecar de parcialidad al tratar de una cuestión sin mencionar las demás. También está, por supuesto, el que, con más de 60 universidades públicas y más de un millar de departamentos, al generalizar se hace injusticia a las muchas excepciones que afortunadamente hay al general estado lamentable de la universidad española. El 4 de agosto pasado se publicaba en este periódico una carta del profesor Javier Martínez Abaigar en contestación a otra mía; se quejaba este profesor de que sólo se hablara en el debate que está teniendo lugar del problema de la contratación y nombramiento de profesores, como si ésta fuera la única cuestión a debatir. No lo es, por desgracia, pero quizá sea la más inmediata, por cuanto la calidad de una universidad se mide en gran parte por la de su personal docente; no podría ser de otro modo.Estrechamente relacionada con esta cuestión está la de la gobernación universitaria, sobre la que había escrito en estas páginas Clara Eugenia Núñez (Universidad y democracia, 5 de mayo). Si la selección del profesorado se viene haciendo de manera tan perversa, ello se debe en buena parte al marco legal, pero también a la conducta de los equipos que gobiernan las universidades, con los rectores a la cabeza, cuya elección y nombramiento también son consecuencia en gran parte de la legislación vigente. Esto quedaba explicado en el artículo de Núñez y en el más reciente de Mariano Fernández Enguita, también en estas páginas (Endogamia no, incesto y partenogénesis, 16 de agosto). Si alguna duda quedaba sobre los inconvenientes que tiene el actual sistema de designación de rectores, el artículo que publicaba, también en EL PAÍS, Jaume Porta Casanellas, rector de la Universitat de Lleida, el pasado 29 de agosto, la disipaba de inmediato. En él el Rector Magnífico pretendía rebatir al profesor Fernández Enguita y terminaba por darle la razón ("Coincido con el profesor Mariano Fernández en los problemas que plantea"). La endeblez de los argumentos del Magnífico resultaba evidente, empezando por sus repetidas confesiones: "No tengo la solución". "No sé cuál es la solución". Cuando no se tiene la solución a un problema tan importante como el de la selección del profesorado, señor rector, se hace uso de ese paracaídas que usted menciona, se dimite y se vuelve a la cátedra, esperando hacer mejor papel en la tarea docente que el que se ha hecho en la gobernación universitaria.

Empezando por el título (La universidad española, ¿una universidad de quinquis?), el artículo del Magnífico no tiene desperdicio. No es cuestión de polemizar con él punto por punto: sería demasiado largo y aburrido. Aquí quiero solamente referirme a una falacia que ya estaba desarrollada in extenso en ese manifiesto rectoral que es el llamado Informe Bricall. Es el pretendido paralelo entre la universidad y la empresa privada: si la universidad ha de ser eficiente y moderna, se dice, debe regirse por los principios de la empresa privada, y por tanto, tener total autonomía para reclutar a su personal, en este caso sus profesores. Dice el Magnífico: "¿Entendería alguien que una empresa fuese a las empresas de la competencia a que le seleccionasen su personal? ¿Por qué debemos hacerlo las universidades?" La falacia está en que la universidad española no es una empresa privada; es una institución pública, que se nutre de los presupuestos del Estado, con cargo a los cuales se pagan los sueldos de esos profesores que los rectores quieren nombrar ellos solitos. Si nuestro Magnífico no percibe el matiz, debe pedirle a algún alumno aventajado que le explique la diferencia que hay entre la empresa privada y la pública.

Pero hay mucho más: ¿dónde se ha visto una empresa privada cuyo presidente sea elegido por el personal y la clientela? Pues así es como se nombran los Rectores Magníficos en estas universidades nuestras, y sobre este tema no les hemos oído nunca reclamar que se aplique la lógica de la empresa privada y sean nombrados por un consejo de administración. Si la universidad pública es equiparable a la empresa privada, ¿quiénes son sus accionistas? ¿Dónde están sus cuentas de resultados? ¿En qué mercado compiten? ¿Cuál es su política de precios? Cuando les conviene, es decir, cuando se trata de lograr mayores subvenciones, nuestros Magníficos hablan gravemente de la educación como servicio público. Pero cuando se trata de gastar se cambia la tocata y la universidad se convierte en empresa privada. El lector debe saber que estos arriesgados empresarios que son los rectores de las universidades públicas vetan y hostigan cuanto pueden (tienen ese poder en el Consejo de Universidades, ese paradigma de la libre concurrencia) a las verdaderas universidades privadas, inmiscuyéndose incluso en cómo reclutan ellas su profesorado, a pesar de que esos sueldos no se financian con dinero público. El desahogo con que estos administradores de las partidas presupuestarias, estos dispensadores de prebendas a costa del erario, invocan a la empresa privada es realmente admirable.

No es que la empresa privada sea incompatible con la enseñanza superior: las que quizá sean las mejores universidades del mundo (Harvard, Princeton, Yale, Chicago, Stanford) son privadas. Ojalá tuviéramos en España algunas comparables. Pero lo que resulta grotesco es que los rectores de las universidades públicas españolas, que luchan con uñas y dientes por mantener sus monopolios locales y de distrito, que utilizan fondos públicos para granjearse los bloques de votos que les mantienen en el poder, que permiten e incluso favorecen los escándalos en que se han convertido las oposiciones a cátedra, que tratan de ocultar las consecuencias de su vergonzosa política de profesorado bloqueando la publicación de los baremos de calidad que el Ministerio de Educación lleva años confeccionando, que hacen todo lo posible para impedir que en España se asienten universidades privadas que puedan ponerles en evidencia, intenten hacernos creer que son los campeones de la libre concurrencia en educación. Si los actuales directivos universitarios pretenden que comulguemos con esa rueda de molino, lo primero que deben hacer es reunir a su patronal, la célebre Conferencia de Rectores (CRUE), y proponer la privatización de las universidades públicas, proclamar su independencia del presupuesto del Estado (por ahí comenzaría la tan falsamente trompeteada autonomía), y poner sus cargos a disposición de los futuros propietarios. Mientras no hagan esto, un elemental decoro exige que dejen de entonar su destemplada cantinela empresarial. Es doloroso decirlo, pero mientras la universidad pública española esté gobernada como hasta ahora, la respuesta a la pregunta contenida en el título del artículo del Rector Magnífico tendrá que ser rotundamente afirmativa.

Gabriel Tortella es catedrático de la Universidad de Alcalá.

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