Agua: nuevos problemas, viejas soluciones JOAN SUBIRATS
Si bien pudo resultar sorprendente el nombramiento de Jaume Matas como nuevo ministro de Medio Ambiente, no creo que ya nadie esperase un milagro de innovación y conciencia ambiental en la presentación de su proyecto de Plan Hidrológico. La misma persona que trata de ahogar al Gobierno progresista de Baleares presionando desde el poder de su ministerio verde precisamente sobre el eslabón más débil de la coalición, los ecologistas de las Illes, es quien se presentó el pasado miércoles en Madrid como el adalid de una "nueva filosofía" en materia hidrológica. Si llamativa fue la presencia de Isabel Tocino al frente de un inédito Ministerio de Medio Ambiente, más singular resultó el nombramiento para ese ministerio de quien precisamente perdió el gobierno de las Illes por su cerrazón ante la perspectiva reclamada de un cambio en el modelo de crecimiento balear. Por todo ello, no es extraño que el proyecto de Plan Hidrológico sea un magnífico compendio de la vieja tradición incrementalista y cementera que ha hegemonizado la política del agua en este país desde principios de siglo.El proyecto presentado sigue con la vieja tradición de política hidráulica en España. Y, mientras otros países han cambiado radicalmente el discurso sobre el agua, pasando de hablar sólo de cantidades a hablar de cualidad del agua y de formas de consumo que sean realmente sostenibles, aquí seguimos con un discurso y una mentalidad que, en buena parte, es más propia de los regeneracionistas a lo Joaquín Costa que de un país integrado en la Unión Europea y que dice compartir con los países más desarrollados del mundo la preocupación por los asuntos ambientales y de desarrollo sostenible. El texto presentado cumple con lo previsto hace ya más 15 años en la Ley de Aguas de 1985. En la etapa de gobierno socialista se presentó un proyecto de Plan Hidrológico en 1993 que nunca llegó a discutirse en las Cortes. El que ahora se presenta es menos ambicioso en lo referente a obras hidráulicas y en lo relativo a trasvases que el de 1993, pero no cambia sustancialmente su filosofía. Desde principios de siglo, la política que ha predominado en la cuestión del agua en España es simple: falta agua en algunos sitios y sobra en otros; llueve pero no aprovechamos lo que cae. Conclusión: embalsemos el agua y trasladémosla de un sitio a otro. No hay duda de que esa política, sustentada por una coalición de agricultores necesitados de agua para regadío, ingenieros dispuestos a legitimar su quehacer, empresas constructoras pendientes de las obras públicas y políticos con voluntad de pasar a la historia por sus obras e inauguraciones, ha transformado la faz de este país.
Si a finales del siglo XIX la capacidad total de embalse en España era de menos de 100 hectómetros cúbicos y los regadíos no llegaban a las 900.000 hectáreas, a finales del siglo XX disponemos de una capacidad de embalse de más de 50.000 hectómetros cúbicos y contamos con más de tres millones de hectáreas regadas. En un trabajo dirigido por Víctor Pérez Díaz para el Círculo de Empresarios se afirma: "Sólo Estados Unidos tiene más superficie cubierta por embalses y ningún país tiene anegada por aguas embalsadas artificialmente una proporción mayor que la nuestra". Ello nos ha situado en una situación radicalmente mejor de la que tendríamos de no haber realizado ese esfuerzo en los decenios anteriores. Nadie lo discute. El problema es saber si tenemos que seguir con esa política que parte de la hipótesis de un aumento constante de la demanda y de la oferta, o de si debemos cambiar de política. El Plan Hidrológico presentado por el titular de Medio Ambiente no cambia sustancialmente esa política. Un total de 70 nuevos embalses, 529 kilómetros de nuevas canalizaciones, afectación de numerosos enclaves naturales, y previsiones de crecimiento realizadas sin demasiados miramientos y con escasa atención a los cambios que cada día va provocando la economía global, son las bases del plan. Su única ventaja con relación a anteriores proyectos es que reduce la creación de nuevas infraestructuras y disminuye los posibles frentes en contra al centrar los costes en Aragón y las comarcas catalanas del Ebro.
Pocas cosas se han dicho sobre cambios en esa tradicional línea de acción. ¿Seguiremos tolerando que los agricultores gasten el 80% del agua consumida en el país, pagando por hectárea regada y no por volumen? ¿En vez de gastar tanto dinero en embalses y canalizaciones, por qué no incentivar el cambio hacia sistemas de riego más modernos que el tradicional por gravedad e inundación que aún predomina? ¿Tiene sentido aumentar nuestra capacidad de regadío dada la competencia con países con costes de producción mucho más bajos? ¿Por qué no regular nuevos equipamientos domésticos que reduzcan el consumo? ¿Qué se va a hacer para reutilizar las aguas residuales? ¿Por qué se insiste en una visión tan de arriba abajo del problema, tan centralista, y no se da más voz y voto a los entes de cuenca y a los ámbitos locales? Quizá el plan contiene algunos de esos elementos, pero no ha sido ésa la forma de presentarlo. No se ha presentado un plan de ahorro de agua, que vaya en la línea de mejorar la calidad de las aguas, su mejor reutilización y que plantee un cambio estratégico en la forma de ver el asunto en el país. Se ha presentado un plan en el que se afirma que sobra agua y que con más pantanos y nuevos canales podemos ir tirando unos cuantos años más. La novedad es sólo una: la cuantificación por metro cúbico y la compensación económica. Lo más llamativo es que las fuerzas políticas mayoritarias del país parecen estar básicamente de acuerdo en el tema. Y lo más llamativo en el caso de Cataluña es que no sólo CiU y el PSC están de acuerdo con el proyecto del PP, sino que además, como dice nuestro flamante medioambientalista Felip Puig, están contentos porque no se cierra la puerta al trasvase del Ródano.
Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política de la UAB.
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