Humano, demasiado humano LLUÍS CALVO
Leí el pasado domingo el artículo Verano feroz, de Antoni Puigverd, sobre el lamentable estado que muestran algunos bosques durante el periodo estival. Celebro que, al fin, alguien se haga eco de la escasa salud de nuestras masas boscosas, aspecto tan grave como la lengua de fuego que, año tras año, convierte nuestro patrimonio natural en un inmenso yermo. El futuro de los bosques mediterráneos, diezmados por la sequía, las plagas y los efectos de un posible cambio climático, no parece ser demasiado prometedor. Esta mañana, releyendo a Neruda, he vuelto a uno de sus versos más rotundos: "Sucede que me canso de ser hombre". Y justamente ahora, mientras el verano da sus últimos coletazos, los grandes representantes del mundo vegetal -como un coro griego de clorofílicas resonancias- parecen gritar, con firmeza, que están cansados de ser árboles. Cansados de la sequía interminable, de la monotonía exasperadora de un tiempo invariable -¡ah, la añoranza de los cuadros de Ruysdael!- y de la autosatisfacción humana que olvida que no todo en la naturaleza está bajo su control. Nada más superfluo que la exaltación del verano en un país en el que sobran horas de sol y días de bochorno. Si los escandinavos suelen considerar el invierno como una especie de azote vital, aquí el verano tendría que asumir este papel de antipático verdugo. A saber: un periodo de tristeza y melancolía extremas sólo interrumpido, felizmente, por las primeras y esperadas tormentas otoñales. Pero nuestras virtudes racionales parecen chamuscarse, a menudo, entre el astro y el suelo. De aquí proviene el "no pasa nada" que los responsables políticos esgrimen como respuesta a los cambios que están experimentado nuestros paisajes. Cataluña va camino de convertirse en una Arizona para jubilados de lujo. Sol perpetuo, tierra parda y cielo azul. ¿Cambio climático? Probablemente. Al menos, desde el punto de vista del pagès que todos llevamos dentro, algo raro sucede con el clima. Uno sospecha que este sol impertinente e inamovible que sufrimos en los últimos tiempos -nevadas anecdóticas aparte- parece tener un origen demasiado humano.Este verano he experimentado sensaciones parecidas a las de Puigverd -cercanas a la visión deprimida y deprimente del paisaje- al contemplar el penoso estado de robles y encinas de la sierra de Collserola. En efecto: muchos de los pies mostraban un aspecto reseco o decididamente otoñal. Justo es reconocer, para no dramatizar en exceso, que esta situación no es nueva ni extraña en nuestras latitudes. En épocas de sequía la vegetación se defiende perdiendo sus hojas y rebrotando en la primavera siguiente. El problema, sin embargo, es que este tipo de situaciones se repitan con excesiva frecuencia conduciendo a un estado de estrés irreversible en el que los bosques ya no tengan capacidad de reacción. Bien podría ocurrir, por tanto, que nuestros bosques experimentasen un cambio de especies en los próximos decenios. Un fenómeno que, por desgracia, es mundial y no tiene nada de ciencia ficción. Durante este verano he viajado por el este de Canadá y, en el Estado de Ontario, las predicciones no son demasiado halagüeñas. Numerosas especies vegetales pueden desaparecer en los próximos años al verse obligadas a buscar nuevos hábitats a una velocidad que no logrará superar a la del calentamiento del planeta. Se prevé, así pues, que los abedules sustituyan a las coníferas. ¿Y en Cataluña? Nadie lo sabe. Y si alguien lo sabe se impone, al contrario que en América, la ley del silencio. Una característica que, más allá de los tópicos al uso, parece ser un endemismo ibérico. O catalán a secas.
El panorama parece, pues, sombrío. Pero la naturaleza posee, justo es reconocerlo, una gran capacidad de regeneración y adaptación. Perderemos muchas cosas en este camino, pero nuestros descendientes podrán descubrir nuevas realidades y virtualidades en el paisaje futuro. Al fin y al cabo, sólo ellos experimentarán -tal vez- la extraña sensación de contemplar un gran bosque de encinas en el mismo lugar en que Maragall cantó las excelencias de la Fageda d'en Jordà; o admirarán, quién sabe, la severidad barroca de un bosque de robles en aquellos recodos del Montseny en que Guerau de Liost apelaba al gòtic primitiu de los abetos. Como decía Heráclito, "el sol es nuevo cada día". Al final, por la vía de la vegetación, quizá lleguemos a la conclusión de que toda esencia perdurable es una gran quimera.
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