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Revisitación del Guggenheim

JOSÉ LUIS MERINOEn el curso magistral que llevaba por título Diez maestros de la arquitectura actual, celebrado este verano en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo de Santander, salió a relucir el Museo Guggenheim, y no sólo porque fuera su creador Frank O. Gehry uno de los diez arquitectos intervinientes en las lecciones magistrales. Además del canadiense, figuraban los Norman Foster, Jean Nouvel, Álvaro Siza, Rafel Moneo, Peter Eisenman, Herzog y de Meuron, entre otros. La responsabilidad de la conducción del curso corrió a cargo del profesor y arquitecto Luis Fernández-Galiano.

Sobreabundar en la idea de que el diseño de Gehry es un edificio espectáculo, al margen de lo que se aloje dentro de sus paredes, sería como dar cumplida razón a quienes alardean de gustarles sólo el continente, para despreciar olímpicamente el contenido. No sé si por reacción a ese creencia errónea, me he convertido en un visitante permanente del museo bilbaíno. Es como si con mi insistente asiduidad quisiera alertar a quienes acuden atraídos por la espectacularidad del diseño de Gehry, para que aprovechen la ocasión y no dejen de disfrutar con la mayoría de las esplendorosas obras allí expuestas.

Hace apenas tres días recorría gozoso por las vanguardias europeas, con la representación de unos formidables Kandinsky, con dos Klee, no menos formidables, y otro racimo de obras de Miró, mostradoras de su valía a través de trabajos de muy diversas épocas. Se añaden a la lista un Mondrian minúsculo mas enorme y potente de calidad, un extraordinario Moholy-Nagy y obras magníficas de Picasso, Braque, Delaunay, más otras estupendas de Franz Marc, Kokoschka, Kirchner, Juan Gris. Sin olvidar los óleos Modigliani, incluida una escultura suya.

Más cercanos en el tiempo, hay un móvil de Calder, aprovechando un espacio perdido entre salas expositivas; nn móvil étereo, feble, grácil y sumamente lúdico. En un amplísimo espacio encontramos tres obras de Dubuffet, con sello peculiar, marca de la casa, un Tàpies fechado en 1958, que es una de las obras más personales y rotundas de su producción, una escultura de Chillida poderosa, laberíntica y densa.

En una sala, junto a los norteamericanos Pollock y de Kooning, aparece una obra del danés Asger Jorn -del grupo Cobra-, que no tiene nada que envidiar a la de las dos estrellas estadounidenses. A propósito, se echa en falta la ausencia de obra alguna de Karel Appel, miembro singular de ese grupo Cobra, que tuvo enorme predicamento en su día y hoy ya desaparecido. Al lado de esas obras se exhiben dos Rothko. Uno excelente, fechado en 1949, y otro, fechado en 1959, que no alcanza esa calidad. Curiosamente, este último es una compra que se hizo, una vez inaugurado el Guggenheim bilbaíno.

Sin embargo, me parece un acierto la compra del cuadro de Robert Rauschenberg. Es una obra al modo de un friso, espejo sintético de la modernidad. También supone un acierto las adquisiciones de las obras del alemán Anselm Kiefer. El espacio donde se presentan configuran un ámbito donde las obras evocan constantemente al pasado, sin dejar de explorar un deseo por crear un presente vivo, lacerante y activo al mismo tiempo.

Tampoco podemos olvidarnos de La serpiente, de Richard Serra. Allí está para verse y sentirse recorrida en dos direcciones, o dos direcciones de diferente signo (cóncavo y convexo), además de la contemplación del exterior. La escultura representa la definición perfecta de la metáfora del principio y el fin unidos.

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