Entre religión y ley de Estado
Roma ha hablado y la cuestión está cerrada. Con el estilo de quien administra la verdad, porque la ha recibido del mismo Dios a través de la revelación y la sucesión apostólica, Juan Pablo II habló el pasado martes en el Congreso Internacional sobre Trasplantes. No podía ser de otro modo. La fuerza de este Papa, e incluso su increíble éxito entre los laicos, está ligada sobre todo a la lógica de la seguridad con la que Karol Wojtila ratifica de forma intransigente la ortodoxia de la Iglesia, aplicándola a los nuevos problemas éticos límites.Dos fueron los temas tratados: los trasplantes (incluidos los realizados con órganos procedentes de animales) y la llamada "clonación" (volveremos sobre la necesidad de definirla como "llamada").
Se hablará mucho también del primero, obviamente, y con satisfacción (hasta el entusiasmo) casi general: en efecto, Wojtila ha dado un pleno y rotundo sí a los trasplantes, puesto que sus "cinco condiciones" son las mismas que todos los médicos han pedido siempre que se respeten.
Pero la cuestión crucial era la de la vía inglesa (y ahora también norteamericana) para la investigación sobre células no diferenciadas de embrión hasta el decimocuarto día de la fecundación. Y sobre esto el no del Papa ha sido igualmente rotundo, absoluto, intransigente, definitivo. Por una razón de sobra conocida: el Papa considera que desde el momento mismo de la fecundación ya se ha concebido plenamente un ser humano, que desde la primera división celular el embrión es una persona a todos los efectos. Por lo tanto, vale para el embrión (no importa si está en el decimoquinto día o en el primero, o incluso en el primer instante de la división celular) todo lo dicho en las discusiones sobre el aborto: la supresión de la realidad a la que da lugar la fecundación es -desde el primer momento- un homicidio a todos los efectos. Por eso el Papa ha hablado varias veces del aborto como de un genocidio, incluso a dos pasos de Auschwitz durante un viaje a Polonia (subestimando quizá que para cualquiera que esté un poco al tanto de la historia de este siglo, genocidio es sinónimo de holocausto; de tal forma que una mujer que aborta equivale moralmente a un miembro de las SS que echara a un niño judío a un horno crematorio). Genocidio sería, pues, siguiendo esta doctrina, una matanza como otra cualquiera de óvulos humanos fecundados.
El Papa, en su no absoluto, ha sido sencillamente coherente. Aceptando una distinción entre periodos (antes y después del decimocuarto día) habría abierto el camino a análogas distinciones respecto al aborto (distinciones que no faltan en la historia de la Iglesia: en san Agustín se leen páginas de virulenta polémica contra sus colegas obispos -entonces mayoría- que consideraban que Dios creaba el alma en el tercer mes de embarazo y que, por lo tanto, el aborto era lícito hasta ese momento). Sin embargo, se imponen dos consideraciones.
Primero: estaría bien que también el Papa, y gran parte del sistema de información, dejasen de una vez por todas de hablar de clonación de seres humanos al referirse a la vía aceptada en el Reino Unido. La palabra es sugestiva y terrorífica (todo el mundo piensa en el caso de la oveja Dolly repetido para el Homo sapiens), pero no tiene nada que ver con la posibilidad de cultivar, manipular (y, por lo tanto, "clonar") células de un embrión hasta el decimocuarto día (por eso la ley inglesa condena la clonación).
Segundo: ningún investigador católico está obligado a realizar experimentos sobre el pre-embrión (así definen técnicamente los manuales al embrión antes del decimocuarto día). Y es igualmente absurdo pensar que las palabras del Papa puedan tener alguna influencia a la hora de decidir una ley en un Estado laico. La moral del Papa, que considera persona al feto, al embrión, y al preembrión, es una moral religiosa entre tantas, no sólo ampliamente minoritaria (no es ésta la cuestión), sino completamente imposible de argumentar en términos puramente humanos. Sin la fe, nadie puede considerar racionalmente que un grupo indiferenciado de células sea ya una persona. Con argumentos puramente humanos no se llegará nunca a esta conclusión (y por lo demás, no llegan tampoco la mayor parte de las confesiones cristianas no católicas, y de hecho no lo cree tampoco la mayoría de los católicos practicantes, como confirman las preocupantes estadísticas de muchas diócesis). Pero una ley, en un país laico, se define a partir de una discusión pública en la que se admiten sólo argumentaciones humanas, puesto que el recurso a un dios o a una fe llevaría directamente a la teocracia y el fundamentalismo (si la religión a la que hay que obedecer es una) o a las guerras de religión (si las que hay que respetar, en el sentido de obedecer, son varias). En todo caso, un paso hacia atrás en el campo de la convivencia humana de muchos siglos.
Por eso es preocupante, desde el punto de vista de una democracia basada en los derechos civiles, que no sólo muchos católicos (por suerte no todos), sino también demasiados laicos, consideren que la voz de una doctrina religiosa concreta deba tener influencia en la elaboración de una ley. Y se preparan, por ello, para los "necesarios" compromisos (o incluso los presagian). Sólo los argumentos de la razón (escrita con minúscula) pueden tener voz en el asunto. Darán lugar a opiniones y controversias, obviamente (sólo una Razón que sea derivado y parodia de las religiones habla con voz unánime), pero deberán prescindir rigurosamente de la fe y de Dios (y de las palabras de quien pretende interpretar la Palabra). Etsi Deus non daretur , éste es el fundamento de toda legislación laica. Si después, en términos de rigurosa razón humana, alguien consigue argumentar que las ocho o cuatro células de las primeras divisiones del óvulo fecundado son ya una persona a todos los efectos, entonces -y sólo entonces- se podrá decidir bloquear la investigación.
Paolo Flores d'Arcais es filósofo italiano, director de la revista MicroMega. EL PAÍS / La Repubblica.
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