Un galo en tierras fenicias
Cuando Christophe Commere comunicó a su familia su intención de marcharse a vivir a Cádiz, recibió una respuesta fulminante: "Tu es fou" ("Estás loco"). Hoy, este francés de 33 años, originario del pequeño pueblo de Courdenay pero tan gaditano como las mojarritas de La Caleta, evoca con humor aquella escena: "Les ha costado hacerse a la idea. Pero ahora ven que no ha sido una locura, que he podido llevar una vida normal aquí".Afincado en París durante varios años, Christophe viajó por primera vez a lo largo y ancho de España en el año 1986. "Cádiz me encantó, ese mar por todos lados, las placitas, la gracia y la manera de divertirse de la gente...", recuerda. Todo ello le animó a regresar por su cuenta cuatro años después. En esa ocasión conoció a la que hasta ahora es su compañera, Mercedes Alfaro, y comenzó a albergar la idea de echar raíces en el sur. "Volvía siempre por vacaciones, pero no llegaba a creerme que me fuera a quedar aquí", explica, "para mí era como un sueño".
Pero no todo fue color de rosa. El primer obstáculo que halló en el camino de su adaptación al medio gaditano fue el idioma, que tardó en asimilar. "Me costaba mucho expresarme. Pasé el primer año casi sin hablar, me daba mucha vergüenza hacerlo mal, o con demasiado acento", comenta. "En aquel momento, la gente me ayudó mucho. Le hacía gracia oírme hablar".
La policía llegó también a convertirse en una presencia un tanto molesta para él. Hasta que Christophe no acabó por convertirse en una presencia familiar en Cádiz, hubo de padecer constantemente la sospecha de los guardias urbanos. "Me pedían mucho la documentación. Supongo que era por mi aspecto, así, moreno, me pasaba el día dando explicaciones", cuenta.
Pero, sin duda, la mayor complicación que se le ha presentado al francés en todos estos años ha sido la de dar con un trabajo estable. Empleos ocasionales, casi siempre sin contrato, con escasas garantías, han sido sus constantes laborales.
"He hecho de todo", asegura, "desde inflar globos en un supermercado a cuidar un estero o repartir publicidad". Actualmente, Christophe ha conseguido disfrutar de cierta estabilidad laboral gracias a su vehículo, una paquetera que le permite hacer portes y encargos y con la que ha comenzado a vender barriles de agua para varias oficinas.
Buen conocedor de Andalucía, viaja asiduamente a Huelva, Sevilla y Granada, ciudad ésta en la que se siente como en su casa. De todos los habitantes de esta comunidad, quizás sean los sevillanos los que le imponen más reservas, ya que, según explica, "se parecen en cierta medida a los parisinos. La gente de las capitales con historia suelen ser un poco difíciles, orgullosos, muy suyos".
Con los franceses que residen en Cádiz tampoco tiene demasiado contacto. "Nos vemos y nos saludamos cordialmente", asegura. "Hay una asociación o algo parecido, pero me resisto un poco a participar en esas reuniones. No quiero fomentar el orgullo francés. Creo que no hay que encerrarse bajo la bandera, como suelen hacer los alemanes, sino integrarse y vivir las ciudades desde dentro".
Con su familia francesa, Christophe mantiene un contacto fluido a través del teléfono e Internet, "sobre todo con mis hermanos", dice, pese a que se visitan poco. Con su familia adoptiva, la española, se siente perfectamente aceptado, aunque nunca deje de figurar como un elemento un tanto exótico en las fotos del grupo.
Cuando se le pregunta por las reformas que emprendería si algún día fuera alcalde de Cádiz, sonríe la ocurrencia y se detiene a pensar. Al cabo de unos segundos, contesta tan decididamente como si dictara un bando municipal. "Impulsaría el trabajo, lo primero. Es la necesidad más urgente de esta ciudad. Y luego daría un poco menos de Carnaval. Que no es que no me guste, al contrario, lo disfruto mucho. Pero todo el año... nos tienen fritos".
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