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El 0,7 político

Recientemente, y es muy significativo que lo hayan publicado de forma conjunta el Banco Mundial, la OCDE, la ONU y el FMI, estos grandes organismos internacionales han hecho público un documento titulado Un mundo mejor para todos, en el que establecen siete grandes objetivos a cumplir por la sociedad internacional en el plazo de 15 años. Vale la pena señalarlos de nuevo (ver EL PAÍS del 28 de junio), porque no se trata de un documento más para consumo interno de las ONG interesadas en el desarrollo social, o el simple resultado del inmenso papeleo producido por la burocracia de los organismos internacionales, sino un documento base que nos recuerda cuán lejos estamos todavía de asegurar los mínimos de decencia que habrían de caracterizar a la sociedad humana y las necesidades más básicas que deberían tener ya garantizadas todas las personas del planeta, por el simple hecho de nacer y de merecer con ello una vida digna.Estos grandes objetivos son los siguientes: reducir a la mitad el número de personas que viven con un dólar o menos al día, garantizar que todos los niños y niñas del mundo estarán escolarizados en enseñanza primaria, invertir más en educación para que la tasa de escolarización en primaria y secundaria sea igual para niños y niñas, reducir la tasa de mortalidad infantil a un tercio, rebajar a la cuarta parte la mortalidad ligada al parto, garantizar el pleno acceso a los sistemas de control de natalidad y desarrollar estrategias de crecimiento sostenible y asegurar que las políticas económicas estarán diseñadas para recuperar los recursos naturales destruidos en los últimos años.

Indudablemente, conseguir estos mínimos de decencia planetaria, estos mínimos de justicia, cuesta dinero, pero no mucho si lo comparamos con magnitudes económicas que están al alcance de nuestra comprensión y capacidad de decisión. Durante la guerra fría, los países occidentales hemos sido capaces de asignar centenares de miles de millones de dólares anuales para mantener una estrategia nuclear que no nos conducía a ninguna parte, y el gasto militar mundial es todavía de 750.000 millones de dólares anuales; en Europa gastamos 11.000 millones de dólares anuales en helados, una cantidad similar a la que destinan Estados Unidos y los países europeos en la compra de perfumes, e inferior a los 17.000 millones de dólares que las poblaciones de estos países gastan anualmente para alimentar a sus animales domésticos. Sin embargo, no hay manera de que los países ricos entiendan la urgente necesidad de destinar una parte de sus recursos para esta especie de fondo de compensación interterritorial a nivel planetario que permitiría cumplir con los siete objetivos antes mencionados. No lo entienden los dirigentes políticos, pero tampoco lo exigen con vehemencia sus ciudadanos.

Pero el problema no es de recursos económicos, ni tan sólo de conseguir que los países más ricos destinen el 0,7% de su PIB para la cooperación al desarrollo. La entrada masiva de dinero no es la clave para la resolución de la mayoría de los conflictos bélicos, para imponer un desarrollo sostenible basado en una buena distribución de los recursos o para mejorar la gobernabilidad democrática. La ayuda exterior no puede ser más que eso, una ayuda, un complemento a esfuerzos de otro tipo, fundamentalmente internos, aunque con apoyos externos, y de naturaleza básicamente política.

Miremos cualquier ejemplo: Marruecos y otros tantos países no saldrán del pozo en que se encuentran sin antes conseguir más democracia y establecer una lucha efectiva contra la corrupción y el clientelismo (el caso de Indonesia no es más que un aviso de los falsos avances basados en la falta de libertades y la injusta distribución de los ingresos); la RD Congo, Sierra Leona, Angola y otros muchos países afectados por las guerras no entrarán en una senda de gobernabilidad hasta que sus propios dirigentes dejen de expoliar y acaparar los recursos naturales del país (diamantes, petróleo, etcétera), o terminen con su intercambio por las armas que perpetúan las guerras.

Falta, por tanto, un inmenso compromiso político para abordar de frente todos estos factores que esclavizan a millones de seres humanos y condenan a la miseria a muchos más. Para decirlo de alguna manera, necesitamos un 0,7% político, esto es, un compromiso mundial de dedicar amplios esfuerzos para analizar, prevenir, denunciar y actuar sobre muchas estructuras internacionales claramente injustas y generadoras de exclusión, para cambiar muchas reglas del juego que sólo benefician a los países ricos y para terminar con tanta concesión hacia las minorías del Sur que se enriquecen a costa del impune saqueo de sus Estados. Urge lograr que el 0,7% sea una realidad en lo inmediato, pero no tanto en lo económico y a través de ayuda oficial al desarrollo, sino en empeños políticos concertados que permitan cambiar el rumbo siniestro de muchas dinámicas internacionales, de manera que los siete objetivos que mencionábamos al principio, los mínimos de decencia planetaria, no sean simples eslóganes del PNUD, de la Unesco o de cualquier otro organismo de Naciones Unidas, sino unos objetivos claramente asumidos por todos los Estados desarrollados y sus sociedades respectivas, que deberían concertar la forma de contribuir a tales fines, sea a través de sus presupuestos, sea a través de medidas de política exterior y de todo tipo.

En este sentido, en los últimos meses Naciones Unidas parece estar dando ya unos primeros pasos como guía orientadora de lo que podría hacerse, con resoluciones novedosas y documentos valientes que se salen del marco tradicional de la absoluta discreción. Pero eso no basta. Es necesario lograr que cualquier programa político serio, incluidas las memorias de objetivos de los Presupuestos Generales del Estado, estén inspirados y sean compatibles con las páginas y las recomendaciones del Informe de Desarrollo Humano que cada año publica el PNUD. Ir a la contra o planificar en sentido inverso es suicida a medio plazo, porque un mundo donde tres personas pueden tener la misma fortuna que 600 millones de seres, o donde los indicadores de desigualdad van en aumento, no puede ser un mundo sostenible.

Las consecuencias de no hacer nada o de hacer demasiado poco saltan ya a la vista. Pondré algunos ejemplos. El primero es la guerra de Kosovo, que ha costado 50.000 millones de dólares, mientras que la sociedad internacional no ha sido capaz de destinar una centésima parte de esta suma para intentar reconstruir el país, y no digamos para prevenir el conflicto. Un segundo ejemplo es el del aumento de la inmigración, y tiene que ver con la incapacidad para entender que este fenómeno no tiene límites mientras no se actúe con firmeza y responsabilidad hacia las causas estructurales que motivan estos movimientos migratorios. No es una casualidad que en España, por ejemplo, haya aumentado con tanta rapidez la inmigración procedente de Marruecos, Perú, República Dominicana, Ecuador o Pakistán, ya que se trata de países con graves carencias en su desarrollo político o económico. El tercer ejemplo es el de la gran cantidad de países (más de 50) que en el último decenio han experimentado tasas negativas en su renta por habitante: se trata habitualmente de países en guerra o con gran tensión social, de países desestructurados, con régimen autoritario, amplios niveles de exclusión social o inmersos en graves problemas de transición política. Muchos países africanos, de la Europa del Este y del Cáucaso, más algunos latinoamericanos, se encuentran en esta difícil situación, y muchas veces sin contar siquiera con la mínima atención internacional.

Abordar estos desafíos a escala planetaria, en definitiva, sea para lograr en el 2015 los siete puntos antes señalados o para sacar del pozo a tantísimas sociedades engañadas, explotadas o abandonadas, exigirá por encima de todo un profundo cambio de mentalidad en los gestores políticos, porque no habrá solución a ninguno de los problemas mencionados hasta que todos ellos actúen en lo cotidiano como si existiera ese compromiso del 0,7% político.

Vicenç Fisas es titular de la Cátedra Unesco sobre Paz y Derechos Humanos de la UAB.

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