Motivos vascos
Conozco una persona, vasca de pura cepa, cuyo anciano padre, vasco de pura cepa, se decidió una mañana a visitar, al fin, meses después de su inauguración, el Museo Guggenheim de Bilbao, su ciudad de toda la vida. Cuando regresó a casa a la hora de comer, su anciana esposa, vasca de pura cepa, le preguntó qué le había parecido el famoso Guggenheim. "No vale nada: ningún motivo vasco", respondió el anciano de pura cepa.Lo de los motivos es una cosa muy personal. "¡A quién puede apetecerle veranear en el País Vasco?", alcé yo la voz con indignación hace apenas tres días, "¡No vuelvo por allí!" Mis motivos tendría.
Quizá, incluso, lo repetí tres veces: una por cada día que me faltaba para arrastrar mi ordenador portátil hasta esta terraza de la playa de Ondarreta. Sí, señor, uno alegremente afirma y al poco niega pedestre, heredero de Pedro. No sabía entonces, que conste, que volvería tan pronto a esta Donostia de los veranos bien: ¿a quién le indigna un buen veraneo, pues? Me sentí motivada.
La cosa empieza con halo simbólico: un trayecto nocturno en coche con luna nueva que impide el más mínimo atisbo de paisaje; por lo que, en cuatro horitas de plena oscuridad, del foro al Foro, una vez superada la intuición de Castilla la Vieja y de la revolución industrial, así como un cartel de carretera que pone "Markina".
Al bajar la ventanilla para retirar un ticket de autopista nos embarga un olor antiguo, añejo de verdad, a tierra húmeda, a despensa de casa de bisabuela, un olor muy de la infancia, muy de León, con perdón, que también es muy rancio.
Pero como no hay, sin embargo, lugar tan indiscriminado como una autopista en noche cerrada, consideramos, pues, este agradable olor como el primer motivo vasco con el que satisfacer las sensuales necesidades de nuestro natural turístico.
Así que llegamos a Donostia oliendo a viejo con la misma excitación veraneante con la que llegaríamos oliendo las costas magrebíes impregnadas de azahar. Llegamos por azar.
En Donostia nos esperan un amigo, vasco de pura cepa, y una amiga, madrileña de toda la vida aunque portadora de dos de esos apellidos, largos y sonoros como un buen código, que imprimen en los documentos de identidad una suerte de irresistible clase superior, es decir, vascos de pura cepa.
No hay nada como hacer turismo y que te saluden con tipismo, que te envuelva un ambiente exótico, distinto. La casa de Ondarreta tiene muchos motivos vascos: en la estantería del baño, un cuadrito con escena de pelotaris; en el salón, una figura de cartón piedra que representa un faro (vasco, digo yo); nuestro amigo nos recibe con un elegante albornoz blanco que lleva bordado, en el lugar donde los individualistas bordarían sus iniciales, un lauburu (esa cruz vasca que parece una esvástica rechoncha) en clásico azul marino.
Me parece, por su parte, un detalle de hospitalidad: como cuando en Hawai te plantan un collar de orquídeas nada más bajar del avión o en Acapulco un mariachi te entona el porvenir. Desde que vimos a nuestro amigo con el albornoz del lauburu, enmarcado en la puerta de la casa de Ondarreta, nos dimos cuenta de que estábamos de vacaciones, nos sentimos viajeros de verdad. ¡La oscuridad tan llena de motivos!
Pero quedaba lo mejor. No me refiero, que sí, a la suave playa rodeada de legendarios montes; no a la hilera, que sí, de casetas de baño ordenadas a rayas marineras; no a las recias casas, que sí, de entramada viga carlista: Villa Aránzazu, Villa Begoña, Villa Itziar; no al hierro, que sí, y a la madera.
Lo mejor vino después. A la voz de "Voy a perder el miedo, el miedo a perder", que declara Olvido Gara en una de las canciones del último disco de Fangoria, nuestro amigo nos despierta y tomamos café con leche. Entonces lo descubrí: una enorme txapela coronando, sobre una mesa de despacho, la pantalla de un ordenador, por la que ondea, con líquida morbidez, una ikurriña que recuerda el estado de reposo del pequeño cerebro Microsoft. ¡Qué gran motivo!
Mi amigo, el vasco de pura cepa, estalla en carcajadas y define: "Euskalnet".
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