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Tribuna:Un relato de Manuel Rivas
Tribuna
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La mano de los paíños (3)

Manuel Rivas

P a í ñ o. Un pequeño pájaro de color blanco y negro, el paíño común (Hydrobates pelagicus) vive todo el año en alta mar, excepto en la época de reproducción. Es el ave marina más pequeña de Europa.

(Diccionario de Manuel Seco)

RESUMEN: En Londres, un grupo de emigrantes gallegos de los años sesenta trabajan en un hospital como camilleros. Uno de ellos, Castro, desprende una especial sabiduría de la vida, y su mano, con tres paíños tatuados junto al pulgar, ejerce verdadera fascinación sobre el narrador. Los dos van a viajar de visita a Galicia cuando, camino del aeropuerto, tienen un accidente en el taxi.

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Al despertarse, los enfermos ya han oído todo. Mi experiencia de camillero me parecía de repente una preparación, un adiestramiento, como si anduviese años dando vueltas para coger las medidas al lugar en el que ahora estaba. Una cama que rodaba por un pasillo de urgencias de mi hospital. Oí decír que iba inconsciente, pero sabía quién me llevaba. El señor Sullivan empujaba con una calma veloz, con zancadas contenidas, como si guiara una balsa con el agua por la cintura. Jack Sullivan tenía siempre una sonrisa espléndida. Contaba de su infancia en Fulham que venían bretones en bicicleta, cargados de ristras de cebollas, y pregonaban su mercancía: ¡Cebollas españolas, cebollas españolas! Al empujar la camilla, siempre decía: ¡Cebollas españolas! Era muy colega de Castro. Se saludaban en el trabajo como dos jugadores después de encestar, batiendo las palmas desde lo alto. Castro decía que deberían pagarle un plus sólo por esa sonrisa, por esas teclas alegres. Sería injusto tener un accidente y no disfrutar de la animosa sonrisa del señor Sullivan, camino del quirófano. Ahora sé que no abrí los ojos por la vergüenza del superviviente.

El peor del ruido de los hospitales es el de la cremallera de la bolsa de los que expiran. Me había tocado ir en ocasiones con la caja metálica sobre la camilla. Íbamos un par de hombres. Las enfermeras lavaban con urgencia el cuerpo muerto y luego lo giraban para meter en la funda. Una vez enfundado, lo pasábamos a la caja metálica. Las cortinas estaban echadas pero el sonido de la cremallera cortaba el sueño de los pacientes como un cuchillo de sierra. Si lo hacías despacio, amortiguando el cierre al máximo, no dejaba de oírse, se prolongaba como un quejido dentado. Si lo hacías de un tirón, disimulando el cierre con unas toses compasivas, todavía era peor. Todo se amplificaba como un estruendo de moto. Es lo que tienen las noches de los hospitales, que todos los ruidos son silencios rotos. Un concierto de averías. Estos relojes, decía Castro en las noches de guardia, tienen mala fe.

Para mí que atrasan en las pruebas de orina.

En el lento y fatigoso despertar de la anestesia, yo tenía la sensación de ir descorriendo diente a diente la cremallera de los cuerpos muertos. Hablaba con mi amigo Castro, pero ya sabía que Castro estaba en la caja metálica de la que no se sale vivo. Y aun así, nuestro avión se posaba en la vuelta a casa. Era una noche también muy lluviosa en Galicia. Nadie más se bajaba del avión, los dos solos en el aeropuerto desierto. Sólo una mujer de la limpieza con su mandilón azul. Era Rosalía. Pero, ¿qué haces aquí? Limpio la National Gallery y, al acabar, vuelo en la escoba. Estaba muy contenta de vernos, pero Castro apartaba la mirada. Muy concentrado en la cinta inmóvil del equipaje, preocupado por la manta escocesa.

A mí Rosalía me caía muy bien. Habíamos hecho juntos aquel interminable viaje en tren que nos llevó en 1961 hasta Victoria Station. No se separaba de un bolso que llevaba abrazado al pecho. Recuerdo que en el paso de Calais, exclamó: ¡Ah! ¿Entonces es verdad que Inglaterra es una isla? Nos reímos mucho. ¿Y qué llevas en ese bolso, si se puede saber? Llevo nueces. Y era cierto. En el tren inglés, sacó nueces y nueces como si fuera la despensa de una ardilla. Después, tuve la tentación de cogerla de la mano. Pero se había quedado dormida, acurrucada contra la ventanilla, y no me atreví. Ya no volvimos a vernos.

Ese amigo tuyo, dijo ahora Rosalía con ironía, no está muy hablador. Y no me extraña. ¡Menudo plantón me dio!

Estremecido, me di cuenta de que Castro llevaba una manga colgando. Le faltaba la mano de los paíños. Tiré de él hacia el avión.

Pero, ¿qué pasa?

Hay que volver, Castro, hay que volver cuanto antes.

Descorrí otro poco la cremallera. Regresábamos al lugar del accidente. Estábamos los tres tendidos en el arcén. Las palabras del personal de la ambulancia chapoteaban en el agua y llegaban a mi oreja teñidas de sangre. Dos muertos y un herido. Sí, confirmado. Nada que hacer. El herido presenta traumatismo craneal. Herida incisa superficial muy sangrante. Fractura de fémur. Una mano amputada. Sí, en hielo. Personal de Saint Thomas. El herido y uno de los fallecidos. Tarjeta de camilleros. Castro. C-a-s-t-r-o. Sí, una lástima. Vamos allá.

Tenía que recordar. Otro tirón en la cremallera de los muertos. El coche vuelve a la autovía, se desplaza tumbado, vuelca. Como la piedra de un sepulcro encima mía. Estallan los vidrios y los huesos. Uso el mango de la muñeca para golpear. Otro tumbo del coche. Demonio de puerta. Como una guillotina.

Inmovilizado en mi escafandra de escayola, observo en horizontal el bulto de la mano, posada en alto sobre almohadones. No es un vendaje normal, como si estuviese entoldada. Es la segunda vez que la enfermera levanta las vendas y revisa con mucha atención. Le pone un aceite para que las vendas no se peguen en la muñeca. Tampoco eso es normal. Ella piensa que yo no la veo.

Dicen que hay cuatro escalones cuando se vuelve de la anestesia. No se recuerda el de abajo. Pero tiene que haber un rincón en la mente donde queda algo grabado. Intento abrir del todo la cremallera. Trato de bucear en ese pantano, noto el roce de las anguilas, revuelvo el limo, las sanguijuelas chupan la sangre agolpada en la mano. Los paíños vuelan. ¿Es cierto que estaba allí el doctor Lemmon? Una vez me habían encargado que lo guiase hasta Histopatología, que eso sí que era un museo, un fondo de miembros y órganos conservados en glicerina y alcohol. Me explicó que trabajaba en un centro sanitario militar especializado en el desarrollo de miembros artificiales. Se estaba llegando a una perfección técnica increíble. Ni una quiromántica distinguiría, a simple vista, una mano artificial de la natural. Pero la gran revolución, añadió, como si compartiera una obsesión, llegará con los transplantes.

¿Se podrá transplantar un miembro de una persona a otra?

¿Por qué no?, dijo convencido. Lo hacemos ya con el dedo pulgar. Incluso el dedo grande del pie puede sustituir al pulgar de la mano sin problema.

No podía ver la mano, pero intenté dibujarla en la mente. Eso me lo había enseñado un neurólogo. Nunca perdemos la memoria de nuestro cuerpo sano. Podemos sufrir cambios y mutilaciones pero el dibujo original permanece. La mente, por ejemplo, conserva las arrugas de los que se hacen cirugía y las borran de la cara. Así que envié a los nervios a que exploraran. Me despreocupé del resto del cuerpo. No podía moverla. Pero me pareció que podía dibujarla en la cabeza. Era más grande de lo que antes era. Al poco, como un excitante hormigueo, el aleteo de bienvenida de los paíños. La mano de Castro respondía. Estaba viva. Lo más curioso es que mi mente no se extrañaba. La reconocía como mía.

Castro nos había contado una historia en el Old Crow. La visión más impresionante del marinero. El combate entre un nerval y un gigantesco pez espada, en el mar de Malvinas. El duelo duró horas. Se acometían saltando fuera del agua, en una danza brutal. El capitán, fascinado, mandó poner el barco al ralentí. Cuando contaba aquel combate, la mano de Castro era un gran pez plateado emergiendo entre la espuma. Pronto, mi mano sería ese pez.

Continuará

Manuel Rivas (A Coruña, 1957) es autor de ¿Que me quieres, amor? -Premio Nacional de Narrativa 1996-, El lápiz del carpintero y Ella, maldita alma. Su obra está escrita originalmente en gallego.

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