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El estilo político de José María Aznar

El tiempo estival invita a un tipo de análisis que no se refiere a acontecimientos concretos, sino que tiene un recorrido algo más amplio. Induce, por ejemplo, a tratar de contemplar a los protagonistas de la vida pública desde la perspectiva de categoría y no de la anécdota. Todo personaje político tiene un determinado estilo que marca su obra en lo positivo y en lo negativo y hace previsible su rumbo. También, por supuesto, el presidente del Gobierno. Tratar de entenderle no es, por tanto, tan sólo un ejercicio de psicología recreativa, sino de comprensión histórica y de futurología.Se ha dicho que uno de los errores del PSOE consiste en haber infravalorado a José María Aznar. No se trata exactamente de eso: más que valorarlo por debajo, lo que hizo fue no situarlo en el puesto que le correspondía. Ese lugar es el de una nueva generación aparecida en la política española con puntos de partida y experiencias vitales muy distintas a las de quienes hicieron acto de presencia a fines de los sesenta y protagonizaron la transición.

Las diferencias generacionales son esenciales en política: explican, por ejemplo, que Nicolás Sartorius, Rodolfo Martín Villa y Javier Solana puedan entenderse siempre, y que José Antonio Girón y Adolfo Suárez no llegaran a comprenderse nunca. También explican que sea humanamente imposible la sintonía entre Felipe González y José María Aznar. La generación de fines de los sesenta vivió la experiencia de la transición, llegó al poder pronto y está en vías de amortización. Lo que hoy le corresponde es una actitud cesárea, algo así como una docencia distante y carente de agobios. La generación de Aznar también ha llegado al poder social pronto y puede durar bastante tiempo en él, razón de más para tratar de comprenderla. Su ruptura con el pasado ha sido menor que la generación anterior. La transición es para ella no un momento biográfico ni un esfuerzo, sino un dato. Su primera experiencia biográfica fue la de una oposición sin concesiones a los socialistas, que a éstos les cogió en su etapa descendente y demostró que podían ser vencidos. No tiene nada de extraño que, provenientes muchos de sus miembros de la derecha tradicional, se transmutaran en ultraliberales, porque ésta era la ideología más funcional para la ocasión. La política que han vivido no es, como en el pasado, un compromiso, sino una profesión. Son reduplicativamente políticos profesionales, lo que quiere decir que su experiencia en especialidades concretas resulta modesta. La práctica de la vida pública en tiempos de la posmodernidad tiene, en su caso, un componente importante de amistad personal que sustituye al debate ideológico de otros tiempos. El presidente del partido en Madrid, el secretario de Estado para el Deporte y la próxima alcaldesa de la capital de España, por citar algunos ejemplos, están donde están principalmente por su relación personal con Aznar.

Para comprender a éste no basta enmarcarle en una generación, por más que esto ayude. Las biografías, entre flojas y detestables, que de él se han escrito proporcionan datos que lo individualizan. Olvidemos las referencias, artificiosamente impostadas, a los antecedentes familiares -Manuel Aznar- o a los intelectuales -Manuel Azaña-; ambas son desatentadas.

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Lo que nos interesa de Aznar es, en primer lugar, su capacidad de supervivencia. En dos ocasiones estuvo a punto de ser ninguneado como candidato (en 1982, por la representación de Ávila; a mediados de los ochenta, como candidato de la derecha a la Comunidad castellano-leonesa); su pasado y perfil parecían insuficientes, pero su tenacidad le hizo imponerse. También sobrevivió en las procelosas aguas de la derecha política de los ochenta. Por eso uno de sus actuales ministros le denomina el sherpa, dada la habilidad que tiene para ponerse al abrigo en momentos de tormenta. Cuando llegó a la presidencia de su partido ni siquiera había acertado en elegir el buen rumbo inicial, ni tampoco fue la primera elección de quien le tenía que nombrar (Fraga). Pero, probablemente, en esos años se generó su "sentido del poder". Éste es, en la carrera de un político, un instinto decisivo: consiste en evitar al máximo el riesgo e ir conquistando peldaño a peldaño, con ansia avariciosa, la escalera que conduce a la presidencia. Las dificultades objetivas de Aznar han sido tantas que eso le ha dotado de una condición correosa que le convierte en un enemigo temible. También le ha hecho pasar por el peligro de la paranoia; por eso sus biógrafos de corte interpretan las dificultades como producto de conspiraciones. Como Nixon, eso le convirtió en profundamente receloso de los establishment comúnmente aceptados -el mediático, por ejemplo- cuando llegó al poder.

Pero, también como el presidente norteamericano, ha tenido otras capacidades. No ha habido un hombre de la derecha en España que haya tenido tan completamente en sus manos su partido en todo el siglo XX. A su lado, en este aspecto, Maura, Gil Robles o Suárez fueron unos aprendices. Al PP lo gobierna con guante de raso y mano de hierro, exactamente al revés que Manuel Fraga, pero con infinitos mejores resultados que él. Su frialdad y el hermetismo son instrumentos y también resultantes de ese poder sobre su partido.

Ahora bien, ¿es éste el resultado de haber estado en el sitio adecuado en el momento oportuno? En su origen es posible, pero, además, Aznar ha sabido ejercer, al mismo tiempo, como carnicero y homeópata, dos profesiones de las que siempre aprenderán los jefes de partido. Como carnicero, ha sabido trocear, con absoluta carencia de escrúpulos, a la generación anterior -los Herrero o Fernando Suárez-, de calidad y servicios probados; a otros los ha despeñado más suavemente hacia una prosaica jubilación. Como homeópata, ha querido evitar las enemistades con los miembros de su generación y redistribuirlos en función de su conveniencia en cada relevo ministerial sin dar a la mayoría todo lo que querían, pero satisfaciendo a todos, al menos en buena parte. Así se explica que quien fue durante mucho tiempo portavoz de sanidad en la oposición acabe ocupándose de los inmigrantes, pero, eso sí, con categoría de secretario de Estado. Su capacidad para hacer uso instrumental de las personas -otro registro esencial para medir a los políticos- parece también abrumadora. El prototipo de las que se sirve en este segundo periodo gubernamental ha eludido la rudeza derechista de la etapa gubernamental pasada, ha añadido el colorido de la ex militancia comunista o el atractivo de los perfiles bajos o consensuales. Queda por ver lo que darán de sí estos personajes. Lo que de momento está claro es que deben todo a quien los nombró y que éste lo ha hecho no por la competencia probada, sino pensando en la oferta de conjunto que mostrar a los españoles. Cabe esperar que alguno le provoque conflictos, como en el pasado sucedió con Aguirre, pero entonces tenderá a reubicarlo y no enviarlo a las tinieblas exteriores, exactamente como sucedió en el caso mentado.

Ahí está uno de los interrogantes más manifiestos y de más largo alcance sobre el estilo político de Aznar. Un ex ministro contaba este verano que, a diferencia de algunos de sus predecesores, el actual presidente escucha mucho, pide opinión y sabe dirigir equipos. Es probable que así sea y que, como tal, represente una inflexión hacia la normalidad de la política española. El problema reside en que la calidad de los consultados resulta muy variada, a veces por debajo del mínimo exigible, y que en todo caso la concentración de la decisión en uno solo puede tener graves inconvenientes. Es imposible que un presidente lleve al mismo tiempo la gestión de la política exterior o del Museo del Prado, por ejemplo; carece de sentido que nombre incluso a directores generales.

Ahí hay peligros e interrogantes; ya veremos lo que el futuro nos depara. Conviene concluir recordando un pecado que puede resultar muy irritante, pero que, en definitiva, es de menor cuantía. Aznar padece alguna forma de dislalia que, como se sabe, quiere decir dificultad de articular palabras. No es que no se le entienda, sino que con frecuencia cuando abre la boca para hacer una declaración parece mucho más prepotente y derechista de lo que objetivamente es. El récord de los insultos proferidos contra Felipe González fue esa descripción de su rostro como el de un "gatazo castrado y satisfecho" con que le obsequió Sánchez Ferlosio. Manuel Vicent ha atribuido a Aznar ser "el político más dotado para soltar la frase más inoportuna en el momento más inadecuado", pero, caritativamente, ha procurado olvidar que el rostro -la sonrisa, por ejemplo- tampoco le suele acompañar en esos casos.

Pero eso, a fin de cuentas, no tiene tanta importancia: basta con no prestar tanta atención a sus declaraciones. A fin de cuentas, un excelente político español, Fernando Abril, persona digna de los mejores recuerdos, padecía de parecidos problemas. No le vendría mal, en todo caso, a Aznar prestar atención a la sentencia del cardenal de Retz: los ministros son juzgados mucho más por lo que dicen que por lo que hacen.

Javier Tusell es historiador.

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