Un desertor que da miedo
Hace 30 días que no pisa la Alameda de Hércules, ese reducto alternativo creado por Sevilla para evadirse de sí misma. Un espacio donde coexisten lo alternativo, lo castizo, lo marginal y lo diferente sin molestarse por la cercanía. José María Trillo-Figueroa es un sevillano alternativo, que trabajaba en pro de un barrio castizo -el de San Lorenzo-, que se preocupa por los marginados y que pensaba de forma diferente a la norma. Para 2002, cuando el sevillano finalice su condena por desertar, ya nadie aprenderá a desfilar por obligación. La ley se habrá acercado a Trillo, aunque a él probablemente le importe ya bien poco.En la Alameda, entre abundantes ejercicios de creatividad callejera, sobrevive una pintada con desconchones a favor de la insumisión. Nino se retrató allí, una semana antes de entrar en la cárcel, con una media sonrisa, que dudaba entre aferrarse a la esperanza o admitir el miedo. Su encarcelamiento también se cae a desconchones. El Gobierno le ha denegado el indulto, a pesar del vocerío colectivo armado desde Andalucía a favor de la medida de gracia. Argumentan que es un desertor y no un insumiso. Y que cumple una sentencia judicial.
La deserción puede ser la forma más lúcida de practicar la insumisión (un movimiento ideológico de protesta que ha acabado alterando algo que parecía tan inmutable como los mandamientos). En este caso, Nino practicó su militancia con una coherencia apasionada y peligrosa. Se alistó para convertirse en un prófugo y, de paso, evitar una sentencia (para entonces ya era impopular enviar a los insumisos convencionales a la cárcel) que le inhabilitara durante montones de años como ciudadano de pleno derecho. Va a la cárcel por atentar contra un bien -eufemismo jurídico para referirse, en este caso, a la mili- que está en las últimas.
Los no-condenados no piden indultos. Por la gracia de asociaciones religiosas se excarcelan presos con delitos cada año. Trillo-Figueroa, de cometer algo, cometió un delito de conciencia, de pensar diferente y actuar en consecuencia. Cuando no se dedicaba a fugarse del cuartel (a lo que dedicó un pequeñísimo tiempo de su vida) o a pensar diferente, ayudaba a rehabilitarse a los toxicómanos de la Alameda, gestionaba papeles de la asociación de vecinos de San Lorenzo, acudía a reuniones de Ecologistas en Acción, estudiaba asignaturas de Derecho (mira por dónde fue a suspender el Procesal), sacaba adelante una beca laboral o fisgoneaba en su primer bufete como pasante. Un historial delictivo que haría empalidecer a Bonnie y Clyde si vivieran en estos tiempos. En lugar de pasear por la Alameda, en estos treinta días comparte rancho con Enrique Rodríguez Galindo y el ex sargento Mirabete.
Con un poco de suerte ni le aplican los beneficios penitenciarios y cumple los dos años y cuatro meses de cárcel. Un tiempo que la sociedad se ahorra de convivir con un peligrosísimo desertor, que piensa tan diferente que incluso asusta al Gobierno.
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