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Reportaje:VIAJES

LOS MIL AÑOS DE OSLO

Limpieza, silencio, conductores cívicos, perros educados, y el encanto decadente de los tranvías son algunas de las señas de identidad de una ciudad milenaria, que cuida con empeño sus propios tópicos.

Oslo cumple 1.000 años. Tal vez para celebrarlo, o por simple coincidencia, los españoles nos hemos lanzado este verano hacia las cumbres nevadas y las frías aguas de sus fiordos y lagos, porque es llamativa la frecuencia con que por las calles de esta capital, recorridas por el encanto decadente de los tranvías y protegidas de la más avanzada modernidad, cruzan el aire misterioso de un idioma ininteligible y presumiblemente difícil, palabras reconocibles, familiares, como pronunciadas por el vecino de toda la vida.Es tan fácil viajar que sólo hay que atravesar el espejo, como Alicia, sólo que al otro lado hay otros muchos como nosotros decepcionados porque las maravillas haya que compartirlas con demasiados. Los que hablamos español nos miramos de reojo como diciendo ya están aquí estos.

Mi destino final está en la costa atlántica, que he visto en el mapa recortada como un puzzle a la espera de que una mano encaje las piezas dispersas por el agua. Pero antes, esta anciana ciudad merece un tranquilo recorrido por el paseo Karl Johans Gate, que va de la Estación Central de ferrocarril hasta el Palacio Real, bordeado por músicos callejeros, flores, limpieza y ni una palabra más alta que otra. Perros educados, conductores cívicos y respeto absoluto a las bicicletas, me dicen mis anfitriones que son las señas de identidad de esta ciudad, extensibles a todo el país. Camino a la expectativa, esperando sorprender a algún perro enloquecido o que algún conductor no se detenga respetuosa e inmediatamente cuando a mí se me ocurre cruzar una calle, porque la verdad es que estas ejemplares conductas generales siempre suenan a una gran necesidad de mitificación por parte del extranjero bárbaro.

En realidad el viajero raramente puede sustraerse a convertir el nuevo paisaje en el gran espejo de sus propios defectos y virtudes. Es imposible no compararse, fascinarse y criticar, buscar el fallo, la imperfección ajena que nos realce. Puede que el éxito con que se ha desarrollado la conciencia ciudadana de estas gentes lo favorezca el hecho de que Oslo sólo tenga 500.000 habitantes y todo el país un cero más, lo que por otra parte hacer pensar con algo de perplejidad en la escasa inmigración no europea que logra establecerse allí.

Pero, en fin, yo había aterrizado con ciertos tópicos en la cabeza: vikingos rubios como la cerveza y no precisamente disciplinados, esquí, salmón, fiordos.

Lo cierto es que para encontrar un vikingo hay que trasladarse a la VikingLandet, una especie de parque temático donde uno retrocede a la vida cotidiana de guerreros y nobles de hace un milenio. La curiosidad en este aspecto puede quedar relativamente satisfecha si además se visita el Fram-Museet (tiene la forma de una embarcación vikinga y alberga la reproducción detallada de lo que podía ser la vida a bordo de un barco); el Historisk Museum, que contiene una buena colección de objetos vikingos; el Vikingskipshuset (el Museo de los barcos vikingos, donde hay expuestos tres barcos de una antigüedad de 1200 años, que fueron encontrados en el fondo del fiordo de Oslo); el Kon-Tiki Museet, donde se exhibe la célebre barca Kon-Tiki, de 1947, y el barco de papiro Ra II, de 1970, con que Thor Heyerdahl continuó la tradición exploradora vikinga. Tengo la suerte de que sea una mañana soleada, pero aun en caso contrario no me hubiera perdido un paseo por el puerto, en cuyos melancólicos bancos se sientan recién llegados, acompañados de maletas solitarias.

Si de algo estoy convencida es de que los noruegos cuidan con empeño sus tópicos. Así es que es natural que exista un museo del patinaje (Skoytemuseet) y otro del esquí (Holmenkollbakken). El salmón lo mejor es probarlo. Un buen lugar para ello es el Theatercafeen (Stortingsgate, 24-26), construido a principios de siglo, que conserva todo el encanto de su estilo modernista y que constituía una de las paradas de los recorridos de Henrik Ibsen por la ciudad. Se encuentra situado junto al Teatro Nacional, en los bajos del Hotel Continental, que tampoco es mal lugar para alojarse si no se opta por otro también muy frecuentado tanto por Ibsen como por el pintor Edvard Munch, el Grand Hotel, en el centro de Karl Johans Gate.

También es cierto que los noruegos cuidan a sus artistas y que aman la cultura, o sea, que conviven con ella. Quizá por eso Munch legó a Oslo su amplia y fascinante obra. Y el escultor Vigeland dedicó parte de su vida a construir el Parque Vigeland, cuyos terrenos puso a su disposición el ayuntamiento para que él pudiera expresar a través de la arquitectura y la escultura su profunda visión del pensamiento y comportamiento humanos.

Sin duda Oslo se merecería mayor conocimiento por mi parte, romper el cristal que nos separa a los visitantes de su existencia real, de su permanencia en el día a día. Pero me esperan los fiordos que mellan la costa atlántica. Allí están las altas montañas azules que surgen del agua fría y transparente como por encanto. Así me parecen las que flanquean el lago Eikesdal, en el municipio de Nesset, donde se encuentra la granja familiar del escritor y premio Nobel Bjornstjerne Bjornson.

En este hermoso paraje aún se conservan las casas donde vivieron los inspiradores de personajes de algunas de sus historias. Y no es de extrañar porque los noruegos, al menos estos, parecen grandes amantes de sus tradiciones, de hecho algunas de las granjas sobreviven gracias al esfuerzo de familias que dedican la jornada laboral a otras actividades más rentables. Y grandes amantes de una naturaleza grandiosa, que les ofrece agua, montañas y flores en verano. Y en invierno...En invierno volveré.

Clara Sánchez (Guadalajara, 1955) ganó el Premio Alfaguara de novela con su libro Últimas noticias del paraíso (Alfaguara).

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