JUAN RIPOLLÉS, ARTISTA PLÁSTICO "Tengo el chasis español y el motor de fuera"
En Mas de Flors, Ripollés cultiva higos y tomates, pinta a la intemperie junto a dos asnos y proyecta su obra hacia Francia, Alemania, Bélgica, Holanda, Estados Unidos y Japón. Ahora es casi el pintor de cabecera de José María Aznar.Pregunta. ¿La ramita de romero que lleva en la boca es una pancarta?
Respuesta. En absoluto. Tengo dentera y el dentista me lo aconsejó. Bueno, él me dijo un mondadientes, pero podían pensar que me pasaba el día en el bar. Así que elegí una ramita de romero.
P. ¿Viste así porque es un artista?
R. Sería ridículo que tratase de llamar la atención a los 68 años. Todo tiene su explicación. El gorrito lo llevo porque estoy calvo y tengo la piel muy sensible. El médico me dijo que o me cubría la cabeza o tendría cáncer. Me asusté, empecé a ponerme sombreros de paja y gorras de marino, pero no me identificaba. Como venía de la construcción, me hice con el pañuelo un gorro de albañil, pero me creó el problema de que nunca sabía qué lado era el de delante y el de detrás. Un día decidí juntar las dos puntas de delante y hacerlas más largas, pero quedaba demasiado plumero. Al final decidí pintarlas para que se quedasen rígidas. Y así fui resolviéndolo estéticamente. Los pinté de verde, de amarillo, de rojo, de azul...
P. ¿Tiene un pañuelo para cada estado de ánimo?
R. Solamente me pongo el rojo cuando protesto. Por ejemplo, cuando encerraron a Barrionuevo. O cuando hay un momento de mucha violencia de ETA. O cuando hay un conflicto laboral y la patronal no quiere ceder.
P. ¿Y la ropa?
R. Es que el tejido que más me gusta es el lienzo que uso para pintar. Me siento muy a gusto.
P. ¿El arte que hace se puede enmarcar en algún estilo?
R. En Valencia acaban de hacer una exposición de abanicos pintados. Estaban todos clasificados por tendencias artísticas excepto el mío. No soy constructivista, ni futurista, ni surrealista, ni modernista... Estoy fuera de ganado.
P. Usted viene del fondo. ¿Cómo salió a la superficie?
R. Por la inconsciencia de no tener conocimiento de lo que estaba haciendo. No tenía medios porque vengo de los desheredados. Me enfrenté al mundo como si fuese un héroe. Si se me hubiese planteado en la vida que me tenían que dar por detrás para poder pintar, me hubiesen dado por el culo. Porque me importaba más el arte que mi culo.
P. Antes de ser artista plástico fue pintor de brocha gorda.
R. Es que yo no sabía que había dos clases de pintores. Quería ser pintor y a los 11 años me metí, y entonces descubrí que los que pintaban los cuadros eran otros pintores. Mi patrón me recomendó que fuera al instituto después de trabajar. Y fui, pero mi problema es que yo no podía copiar. Hacía las cosas emocionalmente. Me pasaba lo mismo que con los pintores de Castellón, que imitaban a Porcar, que era el pope. La lucha era ver quién lo imitaba mejor. Yo no podía. Si miras un modelo, el modelo manda. Si te giras de espaldas, mandas tú.
P. Al final se fue a París con una maleta y un traje de pana rojo.
R. El sastre no me lo quería coser. ¿Un traje rojo para un hombre? ¡Ni pensarlo! Me lo había diseñado yo, con el cuello redondo. Al final me lo hizo siempre y cuando no me lo pusiese en Castellón para no desacreditarle. Me lo puse en Barcelona y desde que salí a la calle hasta que volví llevé una pareja de policías al lado. Me fui con el traje y con el dinero justo para llegar a Barcelona. Suerte que un amigo me dio mil pesetas en la estación para que le trajese un libro de los pintores impresionistas. Y me dije: ya estoy en París.
P. ¿Cómo empezó como artista plástico?
R. Estaba a la puerta de una galería y el dueño me descubrió en la cara que yo pintaba. Me pidió que le enseñara obra y cuando la vio me mandó a la galería Drouand. Cuando fui a Drouand pensé que me había engañado porque allí tenía a Picasso, Buffet, Chagal... No regresé hasta un año después. Entonces Drouand me dijo que me iba a pagar 10.000 francos por cuadro. Y dejé la brocha gorda. Tenía 28 años y mi vida cambió.
P. Y luego, Nueva York.
R. Mi marchante me dijo que no fuera, porque había 52.000 pintores declarados. Aparte, los ilegales. Fui a casa de un director de multinacional que me compraba obra y allí había un marchante, Williams Havel, que al saber mi nombre dijo que compraba mucha obra mía. Entonces pensé que en Nueva York había otro Ripollés y me desmoralicé, pero se trataba de mí. Con los 27 cuadros que llevaba montó una exposición. Y cuando fui a verla todos los cuadros, menos uno, tenían colgado un letrero que decía sold. Como no sabía inglés pensé que sólo habían vendido uno y me quedé muy apretado. Pero pregunté y me dijeron lo contrario. Tuve mucha suerte.
P. Su vida volvió a cambiar.
R. Sí, pero al siguiente viaje mi marchante estaba en Tokio y me fui a la galería Larrouse, donde había un cuadro mío. Entré y me presenté a Leon Amiel, que me compró todo lo que llevaba. Luego pasó algo muy parecido con el mercado japonés.
P. Usted estuvo muy comprometido con la lucha antifranquista.
R. En efecto. Por la necesidad de libertad, pero nunca fui político. Cuando llegó la democracia lo dejé todo. Fui cofundador de las Comisiones Cívicas de Madrid, por lo que me detuvieron. Y padre espiritual de la duquesa de Medina Sidonia, la duquesa roja. Monté la manifestación de Palomares, y ella, que podía entrar y salir, sacó todos los informes médicos y los mandamos a Cuba. Así se enteraron de lo que pasaba.
P. ¿Cómo se pasa de las Comisiones Cívicas a invitado de José María Aznar en el verano de Les Platgetes?
R. Bueno, me invitó el verano pasado. Primero vino a mi estudio Ana Botella y se llevó un cuadro. Me dijo que su marido quería conocerme y unos días después me invitaron a cenar. No estábamos de acuerdo en todo, por supuesto. A los pocos días uno de los asistentes a la cena me dijo que nadie le había discutido como yo.
P. Y le encargó un cuadro para La Moncloa.
R. Me dijo que estaba reformando el interior del palacio de la Moncloa y que quería que yo hiciese un cuadro. Incluso había reservado una de las paredes. Me dijo que si no me gustaba, tendría otra. Pero todavía no lo he empezado.
P. ¿Qué va a hacer?
R. No puedo decirlo porque puede variar. Yo pedí tema libre y espacio libre.
P. Se ha dicho que será el mayor cuadro de La Moncloa.
R. Bueno, yo no he medido los otros. Yo he elegido la pared del hall del Salón de Recepciones. La pared tendrá unos siete metros de larga y es alta. Veremos.
P. El vestido que llevaba su esposa en la cena con Aznar fue muy comentado.
R. Lo pinté yo, y no precisamente para la ocasión. Lleva un manotazo pintado a la altura del culo. Muy expresivo. El presidente estuvo toda la noche diciéndome: 'Ripo, me he dado cuenta'. Yo no sabía a qué se refería, hasta que por fin caí en el asunto.
P. ¿Es cierto que le ha diseñado un pareo a Ana Botella?
R. No se me ha ocurrido.
P. ¿Ha cambiado usted o ha cambiado la derecha?
R. En España la cultura todavía es un lujo, no es calidad de vida. Comemos más con el estómago que con el cerebro. Mi contradicción es que tengo el chasis español y el motor de fuera. Ahora los conceptos de derecha e izquierda están algo descoloridos. La derecha española de ahora no es la de mi generación. Es más revolucionaria la derecha alemana, francesa o inglesa que la izquierda española. Ojalá mi izquierda fuese la derecha holandesa.
P. ¿Usted es de izquierdas todavía?
R. Soy un hombre que trata de tener conciencia social. No creo que la izquierda lo haga todo bien y la derecha todo mal o al revés. Los programas son más importantes que las consignas. Las banderas ideológicas son fundamentalistas. Hay que resolver los problemas del individuo porque la sociedad es pragmática. Decir 'éste era de izquierdas y ahora es de derechas', o al revés, son sólo pegatinas. Por lo demás, soy ingobernable y libre: ni espero ningún encargo ni lo necesito.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.