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Tribuna:ÁREA LIBREFOTOS DE LA MEMORIA
Tribuna
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Doctor Wang

Harto de probar remedios contra las jaquecas, desde el Nolotil al Cafergot, desde el Neobrufen al Imigran, decidí acudir al doctor Wang. Yo acababa de volver de un largo viaje a China y cuanto había conocido allí en asuntos del cuerpo y del espíritu, alteraba los presupuestos occidentales de la curación. Mi problema correspondía, de acuerdo a la opinión de los especialistas, a una interrelación de la fisiología y la mente, con lo que nada mejor que un sistema nuevo y ajeno a la medicina convencional. Elegí la acupuntura del doctor Wang por dos razones principales. En primer lugar, Wang era una chino, criado en las zonas petroleras de Yumen y adobado en los crudos años de la Revolución Cultural, disidente comunista y conocedor directo de las transfiguraciones modernas de un gran sistema, justo el protagonista personal que me convenía.Porque yo había alcanzado la siguiente conclusión: mis dolores de cabeza no procedían de un localizado desajuste orgánico sino de una forma general y torcida de mi conocimiento sistémico. Lo que precisaba por tanto era una intervención global sobre la organización del pensamiento, sus causas y sus consecuencias, de manera que reestructurara el proceder de las neuronas, las hormonas y las posibles conexiones sinápticas para procurarme una nueva sintaxis cognitiva. Necesitaba, en sentido metafórico, reescribirme o, expresado industrialmente, ponerme a punto. El problema correspondía resolverlo sobre todo a un chino auténtico y contemporáneo, con una cabeza compuesta como alternativa. Pero además, el método de la acupuntura reunía punto a punto, en su apariencia, la similitud de reescribir mi cuerpo con los signos inteligentes de las agujas y de ajustar mediante pernos sutiles mi equivocado funcionamiento interior.

Me entregué por tanto al doctor Wang fiado a la expectativa de un cambio al que no ponía límite. Es decir, me prefería otro ser sin dolor de cabeza que yo mismo asaltado por los ataques que me invalidaban incluso para querer. Inmediatamente, el doctor Wang aceptó el encargo y sin transición, el primer día de nuestro encuentro, me mandó tumbar en una camilla y me hincó aquí y allá un juego completo. Una enfermera, Livia, llegaba después con unas yerbas de aroma humeante y me las acercaba hasta el extremo de las agujas. Así, entre el doctor y Livia, comenzaron el proceso de reorganización de mi yo que literalmente dejaba en sus manos.

Muy pronto, acaso a las dos semanas, el dolor de cabeza se mitigó. No desapareció por completo, pero cuando venía a torturarme lo hacía con un pulso debilitado como si hubieran flaqueado sus fuerzas o se hallara en una tesitura infeliz. Lejos de aquella tenaza que se aferraba a mis sienes, el dolor se mostraba como una leve sombra, sin indicios de abandonarme pero con moderada convicción. Con eso mi mujer me creyó en el buen camino. Poco a poco, en su opinión, esas sombras se irían esfumando y yo recobraría la total claridad. La claridad de la salud y en consecuencia la limpidez para pensar, inventar o amar.

Pero yo no veía mi mejora tan prometedora. No iba a ser atenuándose, pensaba yo, como yo me libraría de esa penitencia sino, de acuerdo con la teoría de sistemas, saltando del paradigma del dolor al no dolor. Le declaré mis pensamientos y el doctor Wang me reprendió. De la cultura china no formaba parte el pase brusco de un sí a un no, de un no a un sí. Mi dolor de cabeza se comportaba como un fluido o una luz que acrece su caudal o lo amengua. De la misma manera yo debía aceptar fluencias en las oleadas de mi dolor, esta marea baja en la que nos hallábamos era propicia para que un sol la desecara y acabara para siempre con el mal. Admití la metáfora y esperé. Pero poco después sufrí un ataque bárbaro, hacia un sistema más elevado, que no pude remediarlo ni con un cóctel de Zomig y Maxalt.

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