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Tribuna:Un relato de Julio Llamazares
Tribuna
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Un cuento de encargo (y 6)

Julio Llamazares

La víspera de la fecha, el escritor ya estaba entregado. No había comenzado nada y ya no tenía ni tiempo.Sentado en el bar de enfrente, donde pasaba los días, el escritor sopesaba ahora las consecuencias de su fracaso. El director aún no sabía nada, pero tendría que decírselo. Mejor, quizá, cuanto antes.

Pero, ¿cómo iba a decírselo? ¿Con qué cara iba a llamarle y decirle sin preámbulos que no contara con su relato?

Tenía que haberlo hecho hacía ya varios días. Al principio, cuando se comprometió a escribirlo (¿para qué lo habría hecho?, volvió a pensar otra vez), o la primera semana, cuando se empezó a dar cuenta de que le iba a costar hacerlo y todavía tenían tiempo de buscarle un sustituto. Pero, ahora, ya era tarde. Ahora, era una faena porque ya no había ni tiempo de buscar alternativas. Tendrían que levantar la página del periódico o rellenarla con publicidad.

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Pero tampoco eso era tan fácil. No era una página suelta, sino una página entera durante seis días seguidos. Y, además, formaba parte de un proyecto colectivo: cinco cuentos, cada uno de un autor, durante cinco semanas.

El escritor se angustió aún más. Seguro que los demás entregarían todos sus cuentos. Y con tiempo, algunos de ellos. Seguramente, además, habían escrito cuentos muy buenos o, por lo menos, entretenidos. Los cuatro eran muy distintos, cada uno de su padre y de su madre, pero todos eran profesionales.

El único que iba a fallar era él. El único de los cinco y el primero, quizá, también en la historia del periódico. "¡Qué desastre!", pensó, imaginando lo que dirían.

Pero, ¿qué podía hacer él? Si no era capaz de escribir un cuento, si no se le ocurría una historia que pudiera servir para un relato, aunque fuera un simple cuento de verano, no iba a sacarla con fórceps de donde no tenía nada. Uno podía ser responsable de sus defectos, pero no de su falta de invención.

Aunque tampoco era falta de imaginación. Seguramente, él tenía tanta o más que los otros escritores (al menos, así decían los críticos); lo que le sucedía era que no quería emplearla. No quería escribir por escribir. Para eso, ya había bastantes.

Su problema no era ése; su problema, y su equivocación, había sido comprometerse a escribir aquel relato cuando, desde hacía ya tiempo, tenía la cabeza en otra parte. En la novela, que era lo que le importaba, y en un ensayo sobre el paisaje que ya tenía empezado. ¿Cómo iba a escribir un cuento si lo que le interesaba ahora era la reflexión? La verdad es que siempre le había interesado ésta (ahí estaban sus novelas como prueba), pero ahora más que antes. Cada género tiene su época, y la de contar, sin más, ya se le había pasado.

Contar y encantar contando, ésa era la esencia del relato, según otro escritor amigo suyo. Contar y encantar contando y, también, crear personajes que les llevaran a los lectores los pensamientos del escritor. Pero él ya no quería crear historias y personajes. Mejor dicho, quería sólo en sus novelas. Fuera de éstas, prefería quitarse todas las máscaras y escribir a tumba abierta, con la verdad por delante.

Pero por delante, ahora, sólo tenía una verdad. Y ésta era que se le acababa el tiempo y no había escrito nada. Nada. Ni siquiera un par de folios. Nada que le permitiera justificar su fracaso ante su propia conciencia y que le sirviera al menos de coartada ante el director. Podía haber perdido el resto o habérsele borrado del ordenador.

El escritor salió del café. Caminó por la avenida con las manos en los bolsos y, al llegar a la calle de Santa Engracia, decidió tomar un taxi. No sabía adónde ir. En cualquier caso, no a casa, donde su mujer le estaría esperando deseosa de saber qué había hecho y de si había llamado ya al director.

Decidió ir al Retiro. Junto al estanque, entre los árboles, al menos no pasaría calor. Ya ni siquiera aspiraba a encontrarse alguna historia por la calle ni a que las musas se la inspiraran. Hacía ya mucho tiempo que había dejado de creer en ellas a fuerza de no encontrarlas.

Su intuición le llevó al estanque y, de allí, hasta el Palacio de Cristal. Había niños jugando, gente mirando los patos, familias sobre la hierba, parejas bajo los árboles. Gente, en fin, desocupada, como correspondía al verano. Todos parecían felices, excepto él. Él era el único que desentonaba en aquel marco de paz.

Cuando se cansó de verlos, dio la vuelta por el parque. Salió a la calle por Alcalá y se dispuso a volver a casa. Estaba ya atardeciendo. Un atardecer espléndido, como todos los últimos en la ciudad.

Cuando llegó a su casa, era ya casi de noche. La gente iba y venía paseando por las calles u ocupaba poco a poco los bancos de los jardines. Todos parecían felices de que terminara el día; todos, excepto él.

-¿Qué pasó? -le preguntó su mujer al verlo, claramente preocupada.

-Nada -respondió él.

-¿Nada? -volvió a preguntarle ella.

-Nada, mujer -su sonrisa no indicaba ninguna crispación.

Cenaron casi en silencio, viendo la televisión. Como desde que empezó el verano, apenas había noticias. Algún incidente aislado en el País Vasco y los consabidos fichajes futbolísticos. Se veía que la actualidad tampoco estaba inspirada.

Tras la cena, bajó al perro y dio un paseo por la manzana (su mujer se quedó en casa bañando y durmiendo al niño). Hacía una noche espléndida. No se veían estrellas, pero se adivinaban. Y, a lo lejos, hacia el sur, se veían fuegos artificiales. Debía haber verbena en alguna parte.

Regresó a casa. Hizo tiempo en el despacho ojeando unos papeles (los del ensayo que había empezado sobre el paisaje) y a la una se fue a dormir. Su mujer ya estaba en la cama.

-Te quiero -le dijo, abrazándola por detrás.

-Y yo -le respondió ella, medio dormida.

-El domingo nos vamos a la playa.

-Bueno -asintió ella, extrañada.

Fue entonces, cuando ya empezaba a dormirse, cuando las primeras sombras del tiempo y de la conciencia empezaban ya a invadirle poco a poco, como a la mujer de azul del cuento que nunca logró escribir, cuando se le ocurrió la idea. ¿Cómo no se le había ocurrido antes?

Se levantó y corrió hacia el despacho. Conectó el ordenador y se sentó. Después, encendió un cigarro y, por fin, escribió el título:

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