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Tribuna:SOBREVIVIR EN EL ASFALTO
Tribuna
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Una tarde en el bingo JORDI PUNTÍ

La cosa empezó más o menos así. "Las tardes de verano son ideales para las malas películas", me comentaba un amigo, "porque con ellas no hace falta pensar. Te levantas de la siesta, te acercas al videoclub del barrio y escoges alguna cinta de Ozores. Ya sabes, La hoz y el Martínez, El embarazado, este tipo de películas. Suelen estar en algún rincón, llenas de polvo y, a menudo, se encasquillan en el reproductor y no las puedes rebobinar, pero en el fondo da igual". Recordamos entonces a Mariano Ozores y su hermano Antonio (me reproché a mí mismo no haber leído todavía sus memorias, de tan sugerente título: Anticiclón de los Ozores) y su larga lista de éxitos, y de pronto apareció una película mítica: Los bingueros. Pajares y Esteso haciendo de las suyas, persiguiendo a rubias muy dudosas y metiéndose en líos que ni siquiera el guión, si es que existe, sabría resolver. En el ardor de la charla, decidimos que era una injusticia que José Manuel Parada -el acicalado geyperman de TVE-1- no la hubiera programado aún en su Cine de barrio de los sábados por la tarde. "No desesperemos. Quizá este próximo invierno", nos dijimos, y pasamos a otra cosa. Sin embargo, el mal ya estaba hecho. No, no fui a ningún videoclub a alquilar Los bingueros; al día siguiente, por la tarde, me fui directamente al bingo.En verano, las tardes en el bingo también pueden ser largas y frescas; sólo tienes que administrar bien tu tiempo (y tu suerte, por supuesto): en el bingo no hay relojes, así que nunca sabes si es tarde o temprano para dejar de jugar. Sin embargo, para que la rutina no te engulla, para que el aburrimiento no se instale en tu mesa y en tus cartones, hay que saber gobernar este tiempo precioso en la sala, y para ello lo mejor es tener espíritu de binguero. ¿Cómo se consigue el espíritu de binguero? Se trata casi de un estado mental: el buen binguero vive la cosa como si fuera un show, está convencido de encontrarse en Las Vegas, camina tarareando el Copacabana de Barry Manilow y tiene una sonrisa para los adormilados compañeros de juego. Así pues, para mi sesión de azar de la otra tarde, me adomingué un poco -más que Esteso, digamos, pero menos que Pajares- y después me fui a jugar.

Cuando entré en la sala, no obstante, toda mi buena disposición se vio frustrada ante la primera imagen que me ofreció el auditorio: allí delante tenía un centenar de personas en silencio, sentadas como si estuvieran realizando un examen, quietas igual que estatuas heladas por el aire acondicionado. Me senté y se me acercó una de las azafatas para pedirme cuántos cartones quería. "De momento tomaré uno". Empezó el juego y no pasó mucho tiempo hasta que en el otro extremo de la sala alguien cantó línea, y me sorprendió la naturalidad con que lo hizo. Siguió el juego y al cabo de un rato, cuando el silencio se hacía más denso, a mi lado un señor cantó bingo con voz de tenor. Acto seguido se oyeron murmullos en toda la sala: la partida había terminado y a la mayoría, curiosamente, le faltaba uno o dos números para llenar el cartón. El señor que gritó bingo pidió un gin tonic al camarero y yo aproveché para pedir un café con leche con magdalenas (las meriendas son una ganga de la casa). Compré otro cartón y me fijé en la gente. No parecía que tuvieran muchas ganas de relacionarse, ensimismados como estaban. Me imaginé hablando con una chica que estaba sola, tres mesas más allá: "Hola, qué tal, hoy me ha salido tres veces el 18 y cuatro el 90", le diría yo, con confianza. "Pues a mí también, el 18 cuatro veces", respondería ella. "Caray, cuantas cosas que tenemos en común, ¿no?". La voz de la locutora diluyó mis pensamientos con un nuevo número. Lo taché en mi cartón, y también el siguiente y el siguiente. Enseguida volví a tachar otro y las piernas empezaron a temblarme: si salía el 54 me vería obligado a cantar línea. Recordé por un instante la sencillez del señor que cantó bingo e interiormente supliqué que no me tocara. Pero salió el 54 y entonces grité con todas mis fuerzas línea, con un deje sin duda provinciano. Se oyeron risitas y rumores y una azafata verificó la línea. Siguió el juego y alguien cantó el bingo, y luego vinieron una azafata con el dinero (poco) y el camarero con las magdalenas. Me vi a mí mismo cantando otra línea con la boca llena de magdalena y, azorado, decidí no jugar más. Así que cogí la magdalena y me fui, sonriendo y procurando tararear con dignidad el Copacabana de Barry Manilow. Afuera, increíblemente, había empezado a oscurecer.

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