100 días (con sus noches)
Ya se sabía cómo gobierna el PP cuando está obligado a pactar con los nacionalistas. Los cien días transcurridos desde la toma de posesión de los ministros, el 28 de abril, permiten vislumbrar cómo piensa hacerlo ahora que puede prescindir de aliados.En 1996, el PP ganó con un programa pensado para gobernar con mayoría absoluta, y los resultados le obligaron a una adaptación que no le vino mal para tranquilizar al electorado moderado. En marzo pasado se presentó con un programa ideado para gobernar con Pujol, y se encontró con que no le necesitaba. Pese a ello, Aznar mantuvo en su investidura el compromiso de consensuar con la oposición una serie de asuntos de Estado: la lucha antiterrorista, por supuesto, pero también la financiación autonómica, la reforma de la justicia, las medidas por el empleo, el sistema de pensiones y la televisión pública, entre otros.
La ofensiva terrorista ha marcado este inicio de legislatura, introduciendo un factor de pesimismo en un panorama bastante despejado en otros terrenos. Hay estudios que indican que si bien la opinión pública tiende a culpar al Gobierno de todo lo que va mal, hace una excepción con el tema del terrorismo: la gente no responsabiliza al Gobierno de que aumenten los atentados, aunque sí de la forma de reaccionar ante ellos: una actitud que transmita debilidad o nerviosismo es siempre mal tolerada. El hecho de que Aznar haya convertido el tema de ETA (y por extensión el problema vasco) en el eje de su discurso político general le hace más vulnerable a los efectos políticos que la ofensiva terrorista pueda tener en el futuro.
En el debate de investidura, Aznar aseguró a los nacionalistas que sólo una actitud poco clara respecto a la violencia, y no las diferencias ideológicas, sería un obstáculo para el acuerdo con ellos. Sin embargo, el ministro del Interior sorprendió hace poco afirmando en sede parlamentaria que uno de sus objetivos era combatir al nacionalismo. Fue un error que no han dejado de utilizar los seguidores de Arzalluz y Egibar para esconder su propia responsabilidad en el deterioro de la situación del País Vasco. El carácter de la ofensiva de ETA, especialmente dirigida contra políticos del PP y del PSOE, ha favorecido el acuerdo básico en este terreno entre el Gobierno y el primer partido de la oposición, aunque los socialistas no siempre han hablado con una misma voz y algunos sectores han reclamado tomar distancias respecto a la política de Interior y recomponer la relación bilateral con el PNV.
El Gobierno ha seguido beneficiándose de una oposición moderada. Primero, porque los socialistas siguen en periodo de rodaje, aunque el reciente congreso parece haberles ayudado a superar el subjetivismo de pensar que su gestión anterior era su mejor aval (lo que se traducía, por ejemplo, en la presencia de ex ministros al frente de las comisiones parlamentarias). Segundo, porque los nacionalistas catalanes han comprobado que no era cierto que nunca más podría haber mayoría absoluta. Ha resultado ser CiU la que necesita el apoyo del PP para gobernar en Cataluña, y ello ha moderado los ímpetus de la época en que firmaron la Declaración de Barcelona.
Es significativo que CiU haya respaldado las medidas liberalizadoras de la economía aprobadas en junio, con excepción de la referida a los horarios comerciales. El resto, con particular incidencia en el mercado de la energía y el de las telecomunicaciones, no ha suscitado mayor oposición, e incluso desde sectores socialistas se ha reprochado al Gobierno la tibieza de su liberalismo: porque aún se mantienen situaciones de privilegio en sectores tradicionalmente sometidos a un sistema de monopolio (tabaco, comunicaciones, energía), y porque las medidas aprobadas son compatibles con actitudes intervencionistas. La polémica surgida en torno a la gestión de Villalonga al frente de Telefónica ilustra ambos lados del problema: la utilización política de la privatización, primero; las mil y una maniobras para acabar con la presidencia de quien ya no era amigo, tan torpemente disimuladas, luego.
La voluntad de acuerdo se pondrá a prueba en los próximos meses en torno al diálogo social (para intentar una nueva reforma laboral), la reforma de las Humanidades, la financiación autonómica y el Plan de reforma de la Justicia. También, por supuesto, en la tramitación de la Ley de Extranjería. Pero si sirve de pauta, la forma como el Gobierno ha llevado hasta ahora este asunto -dominado por la obsesión de rectificar cuanto antes y como sea su apoyo a la ley vigente- indica que la derecha española sigue pensando que, en el fondo, consenso es debilidad.
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