Robo de caballo
Al hombre del bastón le cuesta bajarse de la acera, en la calle Pintada, ante el cajero automático, para seguir su camino y no chocar con el alemán tatuado que ante la máquina espera las cuentas en ese estado de concentración especial de los que tratan con dinero. El hombre del bastón es un anciano minúsculo, vestido de pies a cabeza, sombrero de paja y zapatos invernales, octogenario o nonagenario, sin dientes, quemado por el sol infinito de toda una vida. Mide menos de 160 centímetros. Es el mismo que ayer le rompió la nariz de un bastonazo a otro anciano de 80 años, en el bar que hay junto a la fuente con la imagen de la Virgen de las Angustias.Así que los años no dan forzosamente serenidad y buen juicio: el menguar y el debilitarse no debilitan el brazo que maneja el bastón. El bastón del anciano sigue partiendo narices y el otro anciano sangra en la acera, al calor de las cuatro de la tarde: la sangre gotea escandalosamente en la calle caliente. Una familia gitana que pasaba por aquí se preocupa del anciano herido, quiere ayudarlo a lavarse en el chorro de agua de la Virgen, pero el anciano sólo dice que le han pegado con un bastón, y se protege la nariz con la mano, y no quiere cruzar la calle hasta la fuente de las Angustias, a tres metros. Tendría que volver a pisar la misma acera donde está su agresor, que repite que le ha tenido que pegar un bastonazo porque le ha dicho que una vez robó un caballo.
Si el hombre del bastón robó un caballo debió de ser, digo yo, en los años setenta o sesenta o cincuenta, o incluso cuarenta, cuando estos dos señores tuvieron edad de andar en robos de caballos y en Nerja los caballos eran tan cotidianos como ahora las motos. Así que lo que pasó una vez, sigue pasando siempre, aunque pasen sesenta años. El hombre del bastón parece haber sufrido una ofensa terrible (la acusación de haber robado alguna vez un caballo), y la ha lavado o manchado con sangre, que gotea en mi portal, mientras una señora corre a llamar a los municipales. Que traigan una ambulancia. No llegan los municipales, sino la Guardia Civil. Y entonces sucede la inmediata evaporación milagrosa de la familia gitana que auxiliaba al herido.
Son tres guardias civiles muy jóvenes. Dos atienden al herido y otro, con un cuaderno, se acerca al bar donde se refugia el hombre del bastón, que sale a la puerta. Mientras el herido repite que le han dado un palo en la nariz, el heridor repite que le han dicho que una vez robó un caballo. Aparece también la hija del herido, una señora descompuesta y bien arreglada. ¿Qué te ha pasado, papá? Es que había entrado a tomarme una cerveza, dice el padre anciano con voz de vergüenza y disculpa, y me han pegado con un palo. La hija se va para el bar, donde el agresor le explica inmediatamente, en presencia del guardia civil, que le han dicho que una vez robó un caballo. Eres un sinvergüenza, te conocemos, dice la hija dolida al anciano del bastón. (Aquí ser un sinvergüenza significa exactamente esto: vivir sin vergüenza en algún instante.) Y le dice algo más al del bastón:
-A ti no te ha querido nadie nunca.
Debe ser terrible que te digan eso a los 80 o 90 años, pienso.
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