Almuerzo en la hierba
Ir al gimnasio municipal es estupendo a cualquier hora, pero sobre todo a mediodía. A esa hora el gimnasio se vacía, pierde su ser esencial de cámara para las flagelaciones y autoflagelaciones masoquistas y narcisistas. Las máquinas de musculación, las bicicletas estáticas, la piscina, son abandonadas. Los sudorosos atletas y los chorreantes nadadores de torso trapezoidal y ojos de periscopio desfilan hacia las duchas, donde se enjabonan mucho y cantan "Figaro qui, Figaro là", y de ahí a la calle, silbando. ¡A comerse el mundo, amigos!Las olas de la piscina se disuelven buscando la horizontal perfectamente llana, se apagan los ecos de las furiosas brazadas y de los jadeos plusmarquistas. Al otro lado de la pared de vidrio empañado por la humedad, se abre una terraza: un espacio rectangular delimitado por muros de ladrillo y a veces por setos polvorientos, detrás de los que asoman las paredes medianeras y los balcones con la ropa tendida, y un perfil de terrazas y de antenas de televisión. Arriba, el cielo abierto, de un color azul desleído; y abajo, el suelo de la terraza está cubierto por una moqueta de césped artificial, de un intenso color verde que unos cuantos años a la intemperie está empezando a decolorar.
Desperdigados sobre esa alfombra, algunos hombres y bastantes mujeres se ocupan en broncearse guardando perfecto silencio. La bolsa deportiva a la cabeza, la toalla debajo y las chanclas a los pies, delimitan el territorio particular de cada uno. Los hombres, sentados, con las manos cruzadas sobre las rodillas, miran a las mujeres. La mayoría de las mujeres están tumbadas y con los ojos cerrados, dominan el arte zen de vaciar la mente de todo pensamiento; otras tienen abierta una novela o una revista de crucigramas.
A las dos llega la hora del almuerzo. Esta humanidad paralizada se despereza en lentos movimientos de tai-chi. Y sobre el césped artificial se reproduce el célebre motivo del Déjeuner sur l'herbe, el almuerzo sobre la hierba, el almuerzo desnudo, tema que según las sucesivas representaciones de las artes plásticas se desarrolla en un claro de bosque, lleno de sugerencias dionisiacas, transgresoras o cuando menos vitalistas, y hoy, en la piscina municipal, es ensimismado, silencioso, autista y dietético.
Salvo algunas desacomplejadas que se han pertrechado de bocadillos y latas de refrescos, las comensales deben de estar a régimen, se han traído unas piezas de fruta, o una fiambrera con una macedonia o una ensalada ligerita. Estos escasos alimentos se ingieren con mucha concentración y seriedad, como si se tratase de comulgar más que de comer. Se rumia cada bocado. Luego los envoltorios vacíos se pliegan meticulosamente y se guardan en una bolsa de plástico, y ésta en la bolsa deportiva, y vuelta a tumbarse para tomar el sol un rato más.
El zumbido del extractor de un parking o el poderoso latido de un motor subterráneo difunde la idea de que por muy calladitos e inmóviles que permanezcamos y por buenos que seamos, ya es demasiado tarde, el ruido siempre nos hará compañía. Ésta es una playa urbana, una playa dura, funcional, sin alegría ni incordios, un solárium de circunstancia, poco más que un descanso a mitad de la jornada laboral. La seriedad de los bañistas sugiere que comparten algún conocimiento secreto, alguna verdad que no merece la pena comentar.
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