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¿Sirve para algo la Historia?

El informe de la Academia de la Historia sobre la enseñanza de esta materia en la secundaria ha provocado que el tema de las humanidades haya vuelto a la primera página de la actualidad. La cuestión se ha centrado en qué Historia enseñar, es decir, cuáles son los mínimos que un estudiante de la ESO o de bachillerato debe aprender desde el cabo de Creus hasta Tarifa, desde Algeciras hasta las Rías Baixas. Y otra vez se han utilizado parecidos argumentos, con más o menos matices de nuevo cuño, que se emplearon cuando se discutió aquel proyecto de decreto que preparó la ex ministra Aguirre y que supuso la derrota del Gobierno de Aznar en la pasada legislatura porque socialistas y nacionalistas, aunque por distintas causas, votaron en contra.Según el informe de la Academia, calificado por algunos de frívolo y poco riguroso, se estaría tergiversando una manera de enseñar y difundir la Historia de España desde distintas nacionalidades -Cataluña y Euskadi principalmente-, donde el problema está más agudizado, al transmitir una interpretación sesgada de lo que ha sido dicha historia para, en el fondo, demostrar que eso de España no es más que una unidad de cuartelillos de la Guardia Civil en lo universal o, en todo caso, la Liga de fútbol. Y desde esta perspectiva lo demás forma parte de la ideología de un Estado que ha defendido un españolismo como concepto nacional que nada tiene que ver con la realidad de unas naciones ("nacionalidades" en la terminología constitucional) que no han podido convertirse en Estado como le pasó a Portugal.

Lo que subyace en los académicos (y hago una interpretación libre del informe) es que en los contenidos de diversos libros de textos y la aquiescencia de algunos profesores, que estarían haciendo proselitismo nacionalista, España sería una especie de antigua Yugoslavia, con más tradición en todo caso como unidad histórica, donde el multiculturalismo y las diferencias nacionales habrían sido suprimidas, y, por tanto, proponen combatir la idea transmitida en varias generaciones de historiadores donde se la concibe como una esencia histórica acumulada desde siglos o, en un sentido más suave, desde la llegada de los Borbones a principios del siglo XVIII o, ítem más, desde la aparición de la conciencia nacional con la rebelión frente al Ejército francés en 1808. Liberales, progresistas y moderados, republicanos de todo cuño, incluido los federales, van generando a lo largo del siglo XIX, como ocurre en otros países de Europa, la idea de que existe una unidad "histórica", una voluntad colectiva que se ha ido fraguando a lo largo del tiempo y que ha dado como resultado una entidad, España, que ha pervivido durante varios siglos.

Se compartan las tesis de Herder, y parte de la filosofía alemana romántica, donde la nación está por encima de la voluntad de los individuos por cuanto éstos, en contra de lo que pensaban los ilustrados franceses, no son seres universales, sino que nacen en una comunidad cultural determinada con una lengua propia en la que piensan y se expresan, o se esté de acuerdo con Renan, para quien la nación sería la voluntad de permanecer unidos en el tiempo, España ha existido, y existe, a pesar de sus problemas y contradicciones. Después vendrán los grandes historiadores-filósofos para interpretar cuál es el ser de esa realidad y en qué tiempo comienza (Américo Castro y Sánchez Albornoz son los exponentes de una polémica clásica). El carlismo sería para algunos investigadores el residuo de unos sectores antimodernos que pretenderían permanecer en el Antiguo Régimen y que se prolongaría, en parte, en las bases ideológicas de los nacionalismos españoles contemporáneos en su modalidad conservadora, la Lliga en Cataluña o el PNV en Euskadi. Un sector del federalismo popular y republicano contribuirá a la asunción de que existen diferencias sustanciales en parte del territorio español y ayudará a fraguar un nacionalismo de izquierda conectado con las clases populares que se concretará en partidos como el de Maciá o Companys en Cataluña. Historiadores como Soldevila, activistas y escritores como Prat de la Riva o Almirall en Cataluña, ideólogos como Sabino Arana en el País Vasco, o Castelao y Vicente Risco en Galicia, así como años más tarde, en la década de los sesenta, Joan Fuster en Valencia con su libro Nosaltres els valencians, entre otros muchos desde principios del siglo XX, reaccionaron contra el concepto de una España única e incluso cuestionaron que se pudiera hablar propiamente de ella más allá de un Estado que no supo articular como el francés, desde la escuela o la Administración pública, una unidad sin grandes problemas nacionales, a pesar de corsos, bretones o vascos franceses.

Y todavía continuamos en el asunto. Cientos de historiadores publican tesis, realizan trabajos de investigación o generan polémicas historiográficas dentro de los claustros universitarios de muy distinto tipo. Que si el nacionalismo es un producto de una burguesía contraria a la política elaborada en Madrid, que si la lengua propia ha permanecido por encima de unificaciones, que si las clases populares son las verdaderas sustentadoras de la defensa nacional, etcétera.

Pero, en mi opinión, el problema no radica en qué historia enseñar o cómo enseñarla, según pretenden los didactas dando más importancia al método y declinando los contenidos, puesto que lo esencial es que el alumno pueda abordar los problemas históricos con "sentido critico" y la historia sea una asignatura de valores que sirva, en el mejor de los casos, para la convivencia entre todos los españoles al tiempo que pueda contribuir a comprender el mundo, como diría Reglá, saber cómo éramos en el pasado y entender el presente. En este aspecto daría igual los temas a estudiar, porque lo sustancial es transmitir los valores de civilización y convivencia a la vieja usanza ilustrada. ¿Qué más da que los estudiantes sepan quiénes eran los Reyes Católicos? Otros, en cambio, recalcan que una "ciencia" como la historia ha de estar llena de materia sustantiva, lo que implica una docencia con un programa de temas concretos

Hubo una época -desde los años sesenta hasta pasada la transición- en que la Historia se convirtió en un elemento esencial para entender los tiempos en que estábamos viviendo, fue el momento del auge de las publicaciones historiográficas por ser la clave para percatarnos de cómo evolucionarían los acontecimientos, al tiempo que se recuperaban aspectos de nuestro pasado escondidos por el franquismo. Pero posteriormente la materia perdió crédito popular, no estaba claro que por saber cosas del pasado pudiéramos actuar mejor sobre el presente, y a las pruebas me remito: las opiniones de los historiadores son tan respetables, certeras o equivocadas como las de cualquier ciudadano bien informado, y ningún historiador, por ejemplo, fue capaz de predecir la caída del muro de Berlín y la desaparición de los países de economía planificada. Por tanto, ¿adónde lleva tanta investigación historiográfica en las universidades? Principalmente a un círculo que se sustenta en sí mismo. Ya es importante que el Estado del bienestar dedique partidas presupuestarias a pagar a los que nos dedicamos a enseñar o investigar sobre historia. Es toda una atención a la erudición y a la cultura que otros países no pueden permitirse. Estoy francamente contento de ello, pero tengo la sensación de que nuestros trabajos están sirviendo para ornamentar las conmemoraciones de determinados acontecimientos históricos o discutir con virulencia sobre tal o cual interpretación que tiene escasa incidencia sobre el personal. Claro que eso también ocurre con las publicaciones, por ejemplo, de química orgánica, el problema es que en esta especialidad pueden existir factores que repercutan en el bienestar material, aunque nadie se entere de la multitud de artículos científicos que se publican. El químico no tiene la obsesión de salir fuera y ser conocido, sino reconocido en su ámbito científico. En cambio, el historiador o se hace gacetillero o tertuliano, pero le quedan pocas opciones de hacer de su trabajo algo más que un puro análisis de temas del pasado que quedará limitado a sus departamentos. Mientras tanto, el profesor de secundaria, que no puede abarcar ni tan siquiera al nivel de lectura todo lo que se investiga, se ve obligado a enfrentarse a una generación de estudiantes para los que el franquismo es como el auriñaciense y no le sirve la historia para comprender lo que quiere o desea. Busca el futuro y no está nada claro que para encontrarlo necesite saber lo que ocurrió antes. Por eso todas las interpretaciones que se hagan, nacionalistas o no, servirán para poco, al fin y a la postre muchas gentes de izquierda o conservadores estudiaron en escuelas religiosas o públicas y eso ha sido poco determinante para sus opciones ideológicas como adultos. No porque se enseñe en las ikastolas una determinada concepción histórica va a aumentar o disminuir el nacionalismo vasco. Hoy se imparte de una manera la historia en Cataluña, Castilla o Andalucía porque existe un ambiente determinado, y no al contrario. Lo que haga un profesor en clase será siempre imposible de controlar, a no ser que metamos árbitros-comisarios que paren la explicación y saquen la tarjeta roja, lo que veo difícil en los tiempos que corren.

Javier Paniagua es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED.

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